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jueves, 7 de febrero de 2019

EL Misterio del Templo en la Historia de la Salvación Catequesis I


Que deseables son tus moradas Señor de los ejércitos, mi alma se consume y anhela los atrios del Señor. Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida”. (Salmo 83 ,2; 27,4).

El misterio del Templo es el misterio de los diferentes modos de presencia, de habitación, de Dios en medio de los hombres. Pues el templo es esencialmente el “lugar” en el que el hombre puede encontrar a Dios y relacionarse de manera especial con Él, para darle gracias, suplicar su perdón, pedirle su ayuda, ofrecerle su Adoración.

La idea del templo es una idea profundamente humana, que encontramos plasmada en todas las religiones y en todas las culturas. En esta catequesis queremos meditar sobre este misterio a la luz de la Revelación; queremos contemplar lo que Dios ha revelado al respecto a lo largo de la historia de la salvación, considerando los diferentes modos en que Dios nos ha propuesto su Presencia en medio de nosotros en el transcurso de esta historia. 

En este sentido, como vamos a ver, la Revelación bíblica está articulada sobre una paradoja: por un lado se contesta la posibilidad de un templo, se la declara innecesaria e incluso imposible, y sin embargo se da paso y legitimidad a la construcción del templo de Jerusalén, aunque dicha construcción va acompañada de una misteriosa promesa que acabará haciendo superflua la existencia de ese mismo templo.(cf.1R8,27) ; Pero, ¿morará verdaderamente Dios sobre la tierra? He aquí, los cielos y los cielos de los cielos no te pueden contener, cuánto menos esta casa que yo he edificado. Así dice el Señor: El cielo es mi trono y la tierra el estrado de mis pies. ¿Dónde, pues, está la casa que podríais edificarme? ¿Dónde está el lugar de mi reposo? Todo esto lo hizo mi mano, y así todas estas cosas llegaron a ser—declara el Señor. Pero a éste miraré: al que es humilde y contrito de espíritu, y que tiembla ante mi palabra. (Isa 66:1-2)

¿Es entonces posible que Dios habite en un lugar?

La dedicación del Templo en una iglesia es la consagración de un lugar como lugar de la presencia de Dios, como lugar en el que Dios, de algún modo, habita, mora. Es, por lo tanto, reconocer y constituir ese lugar como “templo”. Al reflexionar sobre ello, la primera cuestión que se nos plantea es la de preguntarnos si tiene sentido creer que Dios, que ha creado el universo entero, que es su Señor absoluto y que es soberanamente libre, se va a comprometer a estar especialmente presente en un lugar.

En todas las religiones el templo representa el lugar en el que Dios se hace presente de modo especial, para recibir el culto de sus fieles y dispensar sus favores. Es un lugar que se convierte en sagrado por la presencia de la divinidad. El templo es el lugar de la presencia invisible de Dios, es la casa de Dios, el lugar en el que habita para siempre. Tal es la pretensión que el creyente tiene en relación al templo: que sea siempre un lugar en el que mora la divinidad y se hace alcanzable para el hombre.

La Biblia, sin embargo, matiza esta pretensión humana enseñando que Dios no puede estar “encerrado” en el templo –“porque los cielos y los cielos de los cielos no te pueden contener” (1Re 8,27)- y que cuando el creyente ora en el templo Dios lo escucha desde el cielo, que es el lugar donde Él reside (1Re 8,30). El Deuteronomio precisa que sólo el Nombre de Dios habita en el templo, el Nombre que expresa y representa la persona (Dt 12, 5.11). 

Por lo tanto, la presencia de Dios en el templo es un don que no se ejerce de manera mágica y que Dios puede retirar si el pueblo es infiel. De hecho, los profetas lucharon mucho para que la adhesión de los israelitas al templo no se transformara en una creencia supersticiosa en la eficacia casi mágica de la presencia de Dios, como si Dios estuviese obligado a defender el templo a cualquier precio (Jr 7,4), incluso si el pueblo no practica la ley, o si el culto que se celebra en él es superficial (Is 1,11-17) o incluso idolátrico (Ez 8,7-18). Como las advertencias de los profetas no consiguieron evitar esos graves defectos, Dios, para salvar el sentido auténtico del culto, permitió la destrucción del templo por manos de Nabucodonosor (2Re 25,8-17).

Al contemplar la historia de la salvación observamos que, ya desde los tiempos de los Patriarcas, Dios se hace presente en la vida de los hombres cuando Él quiere y cómo Él quiere, casi siempre de un modo inesperado y desconcertante, como cuando Abraham estaba sentado a la puerta de su tienda, en el encinar de Mambré, en el momento más caluroso del día (Gn 18,1ss), o cuando Jacob, que iba huyendo de la cólera de su hermano Esaú, se echó a dormir en un descampado, tomando una piedra como cabezal, y tuvo un sueño en el que vio una escalera que unía el cielo y la tierra, por la que subían y bajaban los ángeles de Dios y en cuya cima estaba el Señor que le hablaba (Gn 28,10-22). Jacob ante este Sueño al despertar de su sueño dijo: Así pues, esta Yahvé en este lugar y no lo Sabía, se levanta de madrugada y tomando la piedra que se había puesto como cabezal la erigió como una estela y derramo aceite sobre ella y la llamo Betel Ciudad de la Luz (cf Gn 28 1,6 17,18,19).

En todos estos casos siempre la iniciativa de hacerse presente es exclusiva de Dios: nada ni nadie puede “obligar a Dios” a hacerse presente, sino que es siempre Él, con su libertad soberana, quien decide hacerse presente de una determinada manera y en un determinado lugar. Sin embargo, el Dios que es soberanamente libre, se muestra también abierto y receptivo hacia las iniciativas de los hombres con los que Él ha hecho alianza. Es de ese modo como aparecen, en la historia del pueblo de Israel, realidades tan importantes como la monarquía o el templo, a pesar de que la primera reacción de Dios ante ellas es de rechazo o de crítica severa, o por lo menos de expresión de serias reservas al respecto. Así, por ejemplo, cuando Abimelec fue proclamado rey, su hermano Jotan, desde la cumbre del monte Garizim, proclamó un apólogo en el que se criticaba terriblemente la realeza (Jc 9,7-21).

Más adelante, el pueblo le pide a Samuel que les dé un rey, el Señor, sorprendentemente, le dice a Samuel que les haga caso “porque no te han rechazado a ti, me han rechazado a mí, para que no reine sobre ellos” (1S 8,7). cuando el rey David concibe el proyecto de construir el templo, la primera palabra que le dirige Dios a través del profeta Natán es como de reserva: “¿Me vas a edificar tú una casa para que yo habite? (…) ¿he dicho acaso a uno de los jueces de Israel (…): ¿por qué no me edificáis una casa de cedro?” (2S 7,1-17), aunque después acepta que sea Salomón, el hijo y sucesor de David, quien le construya el templo. De modo que, en la relación de Dios con su pueblo, Dios lleva siempre la iniciativa, pero se muestra receptivo hacia las iniciativas de los hombres, hacia sus deseos de poder encontrarle y estar con Él.

El Templo Cósmico:


El primer Templo Cósmico consiste en la creación, es decir, en la presencia de Dios en las cosas a fin de que, simplemente, sean. Pues las cosas, por el simple hecho de existir, de ser y de ser tales o cuales, representan un reflejo lejano de una u otra perfección de Dios, quien las realiza todas en forma eminente y con una absoluta simplicidad.

Para que existan los seres distintos de Dios es necesaria la intervención de la potencia creadora de Dios. De suerte que Dios está presente en todas las cosas por su potencia y según una semejanza, un parentesco, lejanos, aunque reales. Podríamos decir que se trata de una “presencia distante”. sin embargo, la causalidad de Dios, que hace existir todas las cosas, al ser Dios mismo, entraña la presencia de la Esencia divina que no puede dejar de henchir con su Presencia, desde que existe su creación, ese mundo al que ha dado el ser y con respecto al cual continúa siendo transcendente.

Todo el cosmos es, por consiguiente, un templo de Dios, aunque lo ignora. Dios le está presente por su potencia y su Esencia sin habitarlo personalmente, valga la expresión: algo así como un artista está en su obra, y sin embargo no habita en ella ni está en ella; como puede habitar en su hogar y estar en él con su esposa y sus hijos.

De modo que el universo es, en efecto, el primer “templo” que Dios ha ofrecido a los hombres para que le puedan encontrar. Pues el universo ha sido creado por Dios, y refleja la sabiduría, la belleza y la verdad divina. La Iglesia, en efecto, ha comprendido siempre que la creación del mundo es la primera manifestación ad extra del amor divino. Por eso dice la Sagrada Escritura que “de la grandeza y de la hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor” (Sb 13,5). Afirmación que hace propia san Pablo al inicio de la carta a los Romanos: “Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad (Rm 1, 20).

El mundo no es, por lo tanto, un objeto neutro, sino que incorpora la palabra del Creador, del mismo modo que una obra de arte “da cuerpo” a la palabra interior del artista. Las cosas llevan el sello de la Sabiduría divina: son “palabras de Dios” que invitan al hombre a entablar un diálogo con Él. La belleza misma de la creación es un don de Dios, su éxtasis hacia nosotros, el ofrecimiento de una relación. Hay que mirar el universo con respeto, con un temor reverencial semejante al que tenemos al acercarnos a la obra de un gran artista, pues sabemos que en ella se ha impreso el genio de una persona. Esta actitud reverencial es el inicio del verdadero conocimiento.

En el origen de la humanidad, la creación entera, saliendo de las manos de Dios, es santa; el paraíso terrestre es la naturaleza en estado de gracia. La casa de Dios es todo el cosmos y así lo percibían Adán y Eva antes del pecado. En el estado paradisíaco todo era percibido en la mirada de Dios y en ella el universo es una realidad “sacramental”, un “soporte de la Presencia” (de Dios); posee un carácter de dote nupcial que Dios regala a la humanidad; las cosas son, así, transparencia del Amor.

Este modo de presencia de Dios, este templo que es el cosmos, no es un elemento específicamente cristiano sino común a toda la humanidad de todos los tiempos. Es verdad que la Biblia no habla excesivamente o, en todo caso, no habla nunca como de cosa aparte, de la Presencia de Dios en su creación en cuanto tal, o del templo de la naturaleza. No obstante, hace de ello frecuentes alusiones y esta certeza permanece como el presupuesto de todas las libres iniciativas mediante las cuales realiza Dios una presencia verdaderamente personal entre los hombres. De tales iniciativas nos habla la Biblia y nos va descubriendo sus etapas hasta un final que aguardamos todavía en la esperanza.

Pero todo ello no es obstáculo para que la creación entera siga constituyendo para todos los hombres –también para nosotros, los cristianos- la presencia de lo sagrado en su forma elemental, que es la intuición oscura de una presencia divina en el silencio de la noche, en la oscuridad de los bosques, en la inmensidad del desierto, en la chispa del genio, en la pureza del amor. Todos estos elementos sagrados no tienen sentido más que remitidos a una Presencia personal, escondida y a la vez revelada por ellos, que despierta en nosotros el temor religioso, la conciencia de que, estando en la creación, no estamos en primer lugar en nuestra casa, sino en la casa de Otro, en la casa de Dios.

El pecado de Adán alterará la mirada del hombre sobre las cosas, ocultando la modalidad paradisíaca del universo, su ser-templo de Dios. No la destruirá, pero al salirse el hombre de la mirada de Dios, ya no será capaz de ver la secreta Presencia que habita el ser del mundo; la mirada del hombre, degradada por el pecado, ya no será capaz de percibir los seres en su transparencia y los “cosificará” haciéndolos “opacos”, a su mirada olvidando que, en su realidad más profunda, son “palabras de la Palabra de Dios.

¿Cómo reencontrar la armonía perdida? ¿Cómo reconciliarnos con los seres? 

La creación es inocente, no tiene culpa de nada. Las criaturas son santas. Es la mirada del hombre la que ha cambiado a causa del pecado. Es necesario que yo reencuentre la pureza de mi mirada: entonces las criaturas volverán a ser mensajes luminosos. “Dios es Luz sin tiniebla alguna. Si decimos que estamos en comunión con él, y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos la verdad” (1Jn 1,6). Cristo es la luz de Dios que ha venido al mundo, tal como él mismo dijo: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12). La Iglesia, que es el lugar donde resplandece Cristo, tiene que ser, por lo tanto, el lugar donde se proclama la verdad en toda su plenitud. Por eso el obispo, al iluminar la iglesia en su Dedicacion y Consagracion, suplica: “Brille en la Iglesia la luz de Cristo para que todos los hombres lleguen a la plenitud de la verdad”.

El templo en su materialidad, es decir, el edificio, es una imagen del misterio de la Iglesia: “Este edificio hace vislumbrar el misterio de la Iglesia (…) Es la Iglesia feliz, la morada de Dios con los hombres (…) Es la Iglesia excelsa (…) en la cual brilla perenne la antorcha del Cordero”. Con estas palabras la Iglesia se describe a sí misma como el lugar en el cual resplandece la luz de Cristo.

La Iglesia es, como dice san Pablo, “la casa de Dios, que es la Iglesia de Dios vivo, columna y fundamento de la verdad” (1 Tm 3,15). Ella no es Dios, ni es la Verdad, pero sí que es la “casa”, la “columna” sobre la que resplandece la luz de la Verdad, y por eso ella es “feliz” y “excelsa”. “Feliz”, porque Cristo, que está presente en ella, es el único que sacia por completo los anhelos (de Verdad, de Bien y de Belleza) que hay en el corazón humano. “Excelsa” porque con la luz de la presencia de Cristo, descubrimos y entramos en un nivel ontológico superior, en algo que es mucho más de lo que, analizando nuestras expectativas, podríamos esperar, algo que Pablo enuncia hablando de “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que lo aman” y que a nosotros nos lo ha revelado por medio del Espíritu que “lo sondea todo, hasta las profundidades de Dios” (1Co 2,9-10). La “excelsitud” que nos revela la iglesia es el hecho de que, en Cristo, estamos llamados a ser “partícipes de la naturaleza divina” (2P 1,4), es decir, el misterio de la divinización del hombre.


+++Bendiciones