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sábado, 4 de enero de 2020

La Virtud Teologal de la Fe


El Sacrificio Abraham de su Hijo Isaac, Padre de nuestra Fe.

La práctica y búsqueda de las virtudes Teologales: la Fe, la esperanza y la caridad; son las más importantes de la vida cristiana, base y fundamento de todas las demás. Su oficio es unirnos íntimamente a Dios por su gracia como Verdad infinita, como Bienaventuranza suprema y como sumo Bien en sí mismo. Son las únicas que dicen relación inmediata a Dios; todas las demás se refieren inmediatamente a cosas distintas de Dios. De ahí la suprema excelencia de las virtudes teologales. Vamos a examinarlas en este estudio por separado.

La Virtud Teologal de la Fe: 

Recordemos en primer lugar algunos puntos fundamentales de la teología de la fe: La fe es una virtud teologal infundida por Dios en el entendimiento, por la cual asentimos firmemente a las verdades divinamente reveladas por la autoridad o testimonio del mismo Dios que se revela. Al revelarnos su vida íntima y los grandes misterios de la gracia y la gloria, Dios nos hace ver las cosas, por decirlo así, desde su punto de vista divino, tal como las ve El. Nos hace percibir armonías del todo sobrenaturales y divinas que jamás hubiera podido llegar a percibir naturalmente ninguna inteligencia humana ni angélica. 

San Juan de la Cruz, nos enseña que El asentimiento a las verdades de la fe son firmes y ciertas, fundadas en la autoridad de Dios que se revela. Pero como las verdades reveladas permanecen para nosotros obscuras e invidentes, de intervenir por la voluntad, movida por la gracia, para imponer al entendimiento aquel asentimiento firme; no por la evidencia intrínseca de que carecen para nosotros aquellas verdades, sino únicamente por la autoridad infalible de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. En este sentido, el acto de fe es libre, sobrenatural y meritorio.

La fe es incompatible con la visión intelectual o sensible. Por eso en el cielo desaparecerá la fe, al ser substituida por la visión beatifica de Dios. La fe es la primera virtud cristiana, en cuanto fundamento positivo de todas las demás (sin ella no puede existir ninguna, como sin fundamento no puede haber edificio).

Si bien la caridad, es la Virtud más excelente que la fe y que todas las demás virtudes infusas, en cuanto que es la relación con Dios de modo más perfecto y en cuanto es la forma de todas las Virtudes. Sin la caridad, ninguna virtud puede ser perfecta; El concilio de Trento dice que la fe es el comienzo, fundamento y raíz de la justificación, y que sin ella es imposible agradar a Dios y llegar a formar parte del número de sus hijos.

La Fe es el comienzo de la vida sobrenatural, porque establece el primer contacto entre nosotros y Dios, en cuanto autor del orden sobrenatural; lo primero es creer en El. Es el fundamento, en cuanto que todas las demás virtudes—incluso la caridad—presuponen la fe y en ella estriban como el edificio sobre sus cimientos positivos: sin la fe es imposible esperar o amar. Y es la raíz, porque de ella, formada por la caridad, arrancan y viven todas las demás.

La fe formada por la caridad produce, entre otros, dos grandes efectos en el alma: le da un temor filial hacia Dios que le ayuda mucho a apartarse del pecado, suma desgracia que le privaría de aquel inmenso bien, y le purifica el corazón, elevándolo hacia las alturas y limpiándole del afecto a las cosas terrenales.

Conviene tener ideas claras sobre las distintas formas de fe que suelen distinguirse en Teología. La fe puede considerarse, en primer lugar, por parte del sujeto que cree (fe subjetiva) o por el objeto creído (fe objetiva). La subjetiva admite las siguientes subdivisiones:

a) Fe divina, por la que creemos todo cuanto ha sido revelado por Dios, y fe católica, por la que creemos todo lo que la Iglesia nos propone como divinamente revelado.

b) Fe habitual, que es un hábito sobrenatural infundido por Dios en el bautismo o justificación del fiel, y fe actual, que es el acto sobrenatural procedente de aquel hábito infuso (el acto sobrenatural por el que creemos que Dios es uno y trino).

c) Fe formada (o viva), que es la que va unida a la caridad (estado de gracia) y es perfeccionada por ella como forma extrínseca de todas las virtudes, y fe informe (o muerta), que es la que está separada de la caridad en un alma creyente en pecado mortal.

d) Fe explícita, por la que se cree tal o cual misterio concreto revelado por Dios, y fe implícita, por la que se cree todo cuanto ha sido revelado por Dios, aunque lo ignoremos detalladamente (fe del carbonero). 

c) Fe interna, si permanece en el interior de nuestra alma, y fe externa, si la manifestamos al exterior con palabras o signos

A su vez, la fe objetiva se subdivide de la siguiente forma: 


+Fe católica, que está constituida por las verdades reveladas y propuestas por Dios a todos los hombres para obtener la vida eterna (o sea todo lo contenido en la Sagrada Escritura o en la Tradición explícita o implícitamente).

+Fe privada, que está constituida por las verdades que Dios manifiesta, a veces, sobrenaturalmente a una persona determinada. Santa Teresa afirma: La primera (Fe católica), obliga a todos; la segunda (Fe privada), sólo a la persona que la recibe directamente de Dios. 

+Fe definida, que afecta a aquellas verdades que la Iglesia propone explícitamente a la fe de los fieles bajo pecado de herejía y pena de excomunión; ejemplo: (el dogma de la Inmaculada Concepción), y fe definible, que se refiere a aquellas verdades que todavía no han sido definidas por la Iglesia. 

El crecimiento en la fe.

La fe, tanto objetiva como subjetiva, puede crecer y desarrollarse en nuestras alma hasta alcanzar una intensidad extraordinaria. El Justo llega a vivir de la fe: «iustus ex fide vivit» (Rom. 1,17). Pero es preciso entender rectamente esta doctrina. Nadie la ha explicado mejor que Santo Tomás en un artículo maravilloso de la Suma Teológica aquí sus palabras, a las que añadimos entre paréntesis algunas pequeñas explicaciones para ponerlas al alcance de los no versados en Teología: 

«La cantidad de un hábito puede considerarse de dos modos: por parte del objeto o de su participación en el sujeto. (En nuestro caso, la fe objetiva y la subjetiva.) Ahora bien: el objeto de la fe (las verdades reveladas, fe objetiva) puede considerarse de dos modos: según su razón o motivo formal (la autoridad de Dios que revela) o según las cosas que se nos proponen materialmente para ser creídas (todas las verdades de la fe). 

El objeto formal de la fe (la autoridad de Dios) es uno y simple, a saber, la Verdad primera. De donde por esta parte la fe no se diversifica en los creyentes, sino que es una específicamente en todos (o se acepta la autoridad de Dios o no; no hay término medio para nadie). Pero las cosas que se nos proponen materialmente para creer son muchas (todas las verdades de la fe) y pueden conocerse más o menos explícitamente.

Un teólogo puede”conocer” mucho más y mejor que el simple fiel. Y según esto puede un hombre conocer y creer explícitamente más cosas que otros. Y así puede haber en uno mayor fe según la mayor explicitación de esa fe. Pero si se considera la fe según su participación en el sujeto (fe subjetiva), puede acontecer de dos modos. Porque el acto de fe procede del entendimiento (es el que asiente a las verdades reveladas) y de la voluntad (que es la que, movida por Dios y por la libertad del hombre, impone ese asentimiento a la inteligencia).

En este sentido puede la fe puede ser mayor en uno que en otro; por parte del entendimiento, por la mayor certeza y firmeza (en ese asentimiento), y por parte de la voluntad, por la mayor prontitud, devoción o confianza (con que impera a la inteligencia aquel asentimiento). 

Nada se puede añadir substancialmente a esta magnífica doctrina. Pero es conveniente señalar el modo con que las almas deben intensificar su fe a todo lo largo del proceso de la vida cristiana.

La Fe de los Principiantes: 

A semejanza de lo que ocurre con la caridad incipiente, el principal cuidado de los principiantes con relación a su fe ha de ser nutrirla y fomentarla para que no se pierda o corrompa. Para ello:

a) Convencidos, ante todo, de que la fe es un don de Dios completamente gratuito que nadie puede merecer, pedirán al Señor en oración ferviente que les conserve siempre en sus almas esa divina luz que nos enseña el camino del cielo en medio de las tinieblas de nuestra ignorancia. Su jaculatoria favorita, repetida con fervor muchas veces al día, ha de ser aquella del Evangelio: «Creo, Señor; pero ayuda tú a mi poca fe» (Mc. 9,23).

b) Rechazarán con energía, mediante la divina gracia, todo cuanto pueda representar un peligro para su fe a :(las sugestiones diabólicas (dudas, tentaciones contra la fe, etc.), que combatirán indirectamente—distrayéndose, pensando en otra cosa, etc.—, nunca directamente, o sea, enfrentándose con la tentación y discutiendo con ella, buscando razones, etc., que más bien aumentarían la turbación del alma y la violencia del ataque enemigo; las lecturas peligrosas o imprudentes, en las que se enjuician con criterio anticristiano o mundano las cosas de la fe o de la religión en general.

c)La soberbia intelectual, que es el obstáculo más radical e insuperable que puede oponer el desgraciado incrédulo a la misericordia de Dios, para que le conceda el don divino de la fe, o el camino más expedito para su pérdida en los que ya la poseen, según aquello de la Escritura: «Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes» (1 Pe. 5,5).

d) Procurarán extender y aumentar el conocimiento de las verdades de la fe, estudiando los dogmas católicos con todos los medios a su alcance (catecismo explicados, obras de formación religiosa, vida de los Santos, conferencias y sermones, etc.), aumentando con ello su cultura religiosa y extendiendo sus conocimientos a mayor número de verdades reveladas (crecimiento extensivo de la fe objetiva).

d) En cuanto al crecimiento de la fe subjetiva, procurarán fomentarlo con la repetición enérgica y frecuente de los actos de fe y con la práctica de las sapientísimas reglas para «sentir con la Iglesia» que da San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios Espirituales. Repetirán con fervor la súplica de los apóstoles al divino Maestro: «Señor, auméntanos la fe» (Lc. 17,5).

La fe de las almas adelantadas:

Se preocuparán del incremento de esta virtud fundamental hasta conseguir que toda su vida esté conformada por un auténtico espíritu de fe, que las coloque en un plano estrictamente sobrenatural desde el que vean y juzguen todas las cosas: «iustus ex fide vivit» (Rom. 1,17). Para ello:

a) Hemos de ver a Dios a través del prisma de la fe, sin tener para nada en cuenta los vaivenes de nuestro sentimiento o de nuestras ideas. Dios es siempre el mismo, infinitamente bueno y misericordioso, sin que cambien su naturaleza los consuelos o arideces que experimentemos en la oración, las alabanzas o persecuciones de los que nos rodean, los sucesos prósperos o adversos de que se componga nuestra vida.

b) Hemos de procurar que nuestras ideas sobre los verdaderos valores de las cosas coincidan totalmente con las enseñanzas de la fe, a despecho de lo que el mundo pueda pensar o sentir. Y así hemos de estar íntimamente convencidos de que en orden a la vida eterna es mejor la pobreza, la mansedumbre, las lágrimas del arrepentimiento, el hambre y sed de perfección, la misericordia, la limpieza de corazón, la paz y el padecer persecución (Mt. 5,3-10), que las riquezas, la violencia, las risas, la venganza, los placeres de la carne y el dominio e imperio sobre todo el mundo.

Hemos de ver en el dolor cristiano una auténtica bendición de Dios, aunque el mundo no acierte a comprender estas cosas. debemos estar convencidos de que es mayor desgracia cometer a sabiendas un pecado venial que la pérdida de la salud y de la misma vida. Que vale más el bien sobrenatural de un solo individuo, la más insignificante participación de la gracia santificante, que el bien natural de todo el universo. Que la vida larga importa mucho menos que la vida santa; y que, por lo mismo, no hemos de renunciar a nuestra vida de mortificación y de penitencia, aunque estas austeridades acorten un poco el tiempo de nuestro destierro en este valle de lágrimas y miserias.

En fin: de ver y enjuiciar todas las cosas desde el punto de vista de Dios, a través del prisma de la fe, renunciando en absoluto a los criterios mundanos e incluso a los puntos de vista pura y simplemente humanos.

Sólo con la fe venceremos definitivamente al mundo:«Haec est victoria quaevincit mundum, fides nostra» (1 Jn. 5,4).

c) Este espíritu de fe intensamente vivido, será para nosotros una fuente de consuelos en los dolores y enfermedades corporales, en las amarguras y pruebas del alma, en la ingratitud o malquerencia de los hombres, en las pérdidas dolorosas de familiares y amigos. Nos hará ver que el sufrir pasa, pero el premio de haber sufrido bien no pasará jamás; que las cosas son tal como las ve Dios y no como se empeñan en verlas los hombres con su criterio mundano; que los que nos han precedido con el signo de la fe nos esperan en una vida mejor y que después de las incomodidades ¿y molestias de esta «noche en una mala posada»— ¿que eso es la vida del hombre sobre la tierra?

En la pregunta genial anteriormente citada por Santa Teresa —nos aguardan para siempre los resplandores eternos de la ciudad de los bienaventurados: «(prefacio de la misa de difuntos). ¡Cuánta fortaleza ponen en el alma estas luces divinas de la fe para soportar el dolor y hasta abrazarlo con alegría, sabiendo que las tribulaciones momentáneas y leves de esta vida nos preparan el peso abrumador de una sublime e incomparable gloria para toda la eternidad! (cf. 2 Cor. 4,17). 

Nada tiene de extraño que los apóstoles de Cristo—y en pos de ellos todos los mártires y fieles —, encendida en su alma la antorcha de la fe, caminaran impertérritos a las cárceles, suplicios y muertes afrentosas, gozosos de padecer aquellos ultrajes: por el nombre de Jesús (Hch 5,41). Esta es la verdadera Fe, escuchar la Palabra de Dios guardarla en la mente y en nuestro corazón, vivirla y ponerla por obra. 


+++ Bendiciones.