«Si conocieras el don de Dios, y
quién es el que te dice: "Dame de beber", tú le habrías pedido a él,
y él te habría dado agua viva.» (Juan 4:10).
Continuando con nuestro estudio
de la vida de oración. Es cosa clara que todo ser viviente que no ha
alcanzado todavía su pleno desenvolvimiento puede, en circunstancias normales, crecer
y desarrollarse hasta alcanzarlo. En el orden natural, nuestro organismo
corpóreo crece por desarrollo propio, es decir, evolucionando con sus fuerzas
naturales y acrecentándose por la incorporación de nuevos elementos de su mismo
orden.
Nuestra vida sobrenatural no
puede crecer así necesita del ejercicio de la oración una sublime y más alta gracia
esta no puede crecer por si sola y no puede crecer más que de la manera cómo
nace. Nace por infusión divina, y, por lo mismo, no puede crecer más que por
nuevas infusiones divinas. En vano nuestras fuerzas y facultades naturales que
nos mueven a buscar a Dios serían completamente impotentes para determinar,
aun con el auxilio de la gracia actual, este movimiento interior de
desenvolvimiento que producen, por ejemplo, la elevación y transformación de
nuestra Alma a Dios, con todas sus potencias (La voluntad, la razón y la memoria),
Serian vanas si no son alimentadas por la Gracias Divinas.
1)Primer
Grado De Oración: La Vocal:
El primer grado de oración, está al alcance de todo el mundo, lo constituye la oración vocal. Es aquella que se manifiesta
con las palabras de nuestro lenguaje articulado, y constituye la forma casi
única de la oración pública o litúrgica.
Conveniencia
y necesidad de la oración vocal:
Santo Tomás se pregunta en la
Suma Teológica «si la oración debe ser vocal» Contesta diciendo que
forzosamente tiene que serlo la oración pública hecha por los ministros de la
Iglesia ante el pueblo cristiano que ha de participar en ella, pero no es de
absoluta necesidad cuando la oración se hace privadamente y en particular.
Sin embargo, añade, no hay
inconveniente en que sea vocal la misma oración privada por tres razones
principales:
a) Para
excitar la devoción interior, por la cual se eleva el alma a Dios; de donde hay
que concluir que debemos usar de las palabras exteriores en la medida y grado
que exciten nuestra devoción, y no más; si nos sirven de distracción para la
devoción interior, hay que callar;
b) Para
ofrecerle a Dios el homenaje de nuestro cuerpo además de nuestra alma; y
c) Para
desahogar al exterior la vehemencia del afecto interior.
Nótese la singular importancia
de esta doctrina de la oración vocal de tal manera depende y se subordina a la
mental, que, en privado, únicamente para excitar o desahogar aquélla, tiene
razón de ser. Es cierto que con ella ofrecemos, además, un homenaje corporal a
la divinidad; pero desligada de la mental, en realidad ha dejado de ser
oración, para convertirse en un acto puramente mecánico y sin vida. Volveremos
sobre esto al hablar de la necesidad de la atención. A no ser naturalmente que la oración vocal sea
obligatoria para el que la emplea, como lo es para el sacerdote y religioso de
votos solemnes el rezo del breviario.
La necesidad de la oración vocal
es manifiesta en la oración pública o litúrgica; únicamente a base de ella
pueden intervenir todos los fieles en una oración común. Y en igualdad de
condiciones, o sea, realizada con el mismo grado de fervor, es más provechosa
que la privada; hay un texto del todo claro en el Evangelio. Además, cuando se
trata de la oración oficial de la Iglesia, tiene una particular eficacia santificadora
en virtud de la intervención misma de la Iglesia, que suena ante los oídos del
Señor como la voz de la esposa: «vox sponsae». Con todo, siempre será
cierto que nada absolutamente puede suplir al fervor de la caridad con que se
realiza la oración.
Y así, si un alma ejercita con
mayor conato e intensidad el amor a Dios en la oración callada y mental que en
la vocal, merecerá más con aquélla y deberá renunciar a sus oraciones vocales,
a excepción de las estrictamente obligatorias según su estado. Lo contrario
sería preferir lo menos perfecto en perjuicio de lo mejor y confundir
lamentablemente la devoción con las devociones.
Sus condiciones, Según Santo Tomás y la
naturaleza misma de las cosas, la oración vocal ha de tener dos condiciones principales:
atención y profunda piedad.
a) Atención en la oración Vocal: Al
contestar el Doctor Angélico a la pregunta sobre «si la oración ha de ser
atenta», establece unas luminosas distinciones que es preciso tener muy en
cuenta. La oración, dice: Tiene o produce tres efectos:
+El primero es merecer, como
cualquier otro acto de virtud, y para ello no es menester la atención actual,
basta la virtual.
+El segundo es impetrar de Dios
las gracias que necesitamos, y para ello basta también la atención virtual,
aunque no bastaría para ninguno de estos dos efectos la simplemente habitual.
+El tercero, finalmente, es
cierto deleite o refección espiritual del alma, y para sentirlo es
absolutamente necesaria la atención actual. A continuación, señala el Angélico
Doctor la triple clase de atención que se puede poner en la oración vocal, a
saber: el material, que atiende a pronunciar correctamente las palabras en las
fórmulas de oración; la literal, que se fija y atiende al sentido de esas
palabras, y la espiritual o mística, que atiende al fin de la oración, o sea a
Dios y a la cosa que se pide. Esta última es la más excelente, pero el ideal
consiste en la unión de las tres, que son perfectamente compatibles entre sí. (Mt.
18,20): «Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en
medio de ellos».
Es admirable la correspondencia
entre esta doctrina de Santo Tomas y la de Santa Teresa de Jesús. La insigne
monja castellana parece salir de las aulas de una facultad de Teología cuando
escribe con una belleza inimitable:
«Porque
a cuanto yo puedo entender, la puerta para entrar en este castillo es la
oración y consideración; no digo más mental que vocal, que como sea oración ha
de ser con consideración. Porque la que no advierte con quién habla y lo que
pide y quién es quien pide y a quién, no la llamo yo oración, aunque mucho
menee los labios. Porque, aunque algunas veces sí será, aunque no lleve este
cuidado, más es habiéndole llevado otras. Mas quien tuviese de costumbre hablar
con la majestad de Dios como hablaría con su esclavo, que ni mira si dice mal,
sino lo que se le viene a la boca y tiene aprendido por hacerlo otras veces, no
la tengo por oración, ni plegué a Dios que ningún cristiano la tenga de esta
suerte».
De manera que la oración vocal
para que sea propiamente oración es menester que sea atenta. La atención actual
sería la mejor, y a conseguirla a toda costa han de enderezarse los esfuerzos
del alma. Pero al menos es indispensable la virtual, que se ha puesto
intensamente al principio de la oración y sigue influyendo en toda ella a pesar
de las distracciones involuntarias que puedan sobrevenir.
Si la distracción es plenamente
voluntaria, constituye un verdadero pecado de irreverencia, que, según Santo
tomas impide el fruto de la oración.
b)
Profunda Piedad de la oración Vocal: Es la segunda condición complementaria
de la anterior. Con la atención aplicábamos nuestra inteligencia a Dios. Con la
piedad ponemos en contacto con el corazón y la voluntad. Esta piedad profunda
envuelve y supone un conjunto de virtudes cristianas de primera categoría: la
caridad, la fe viva, la confianza, la humildad, la devoción y reverencia ante
la Majestad divina y la perseverancia.
Es preciso llegar a recitar así nuestras
oraciones vocales. No hay inconveniente en disminuir su número si no nos es posible recitarlas todas
en esta forma. Pero lo que en modo
alguno puede admitirse es convertir la oración en un acto mecánico y sin vida, que no tiene ante Dios
mayor influencia que la que podrían
tener esas mismas oraciones recitadas por un medio de un audio. Más vale una
sola avemaría bien rezada que un
rosario entero con voluntaria y continuada distracción. Esto nos lleva a plantear la cuestión del
tiempo que ha de durar la oración vocal.
c)
Duración de la oración vocal: Santo Tomás se plantea
expresamente este problema al preguntar «si la oración ha de ser muy larga».
Contesta con la clarividencia de siempre, estableciendo una distinción. En su
causa dice esto: Es, en el afecto de la caridad, de donde tiene su
origen, la oración debe ser permanente y continua, porque el influjo actual o
virtual de la caridad ha de alcanzar a todo el conjunto de nuestra vida; y en
este sentido, todo cuanto hacemos estando en gracia de Dios y bajo la
influencia de la caridad puede decirse que es oración. Pero, considerada en sí
misma y en cuanto tal, la oración no puede ser continua, ya que hemos de dejar
a otros muchos negocios indispensables.
Ahora bien; la cantidad de una
cosa cualquiera ha de ser proporcionada al fin a que se ordena, como la
cantidad de medicina que tomamos es ni más ni menos que la necesaria para la
salud. De donde hay que concluir que la oración debe durar todo el tiempo que
sea menester para excitar el fervor interior, y no más. Cuando rebase esta
medida de tal forma que no pueda continuarse sin tedio ni fastidio, ha de cesar
la oración. Y esto ha de tenerse en cuenta no sólo en la oración privada, sino
también en la pública, que debe durar cuanto sea menester para excitar la
devoción del pueblo, sin causarle tedio ni aburrimiento.
De
esta luminosa doctrina se desprenden las siguientes consecuencias prácticas:
1) No es
conveniente multiplicar las palabras en la oración, sino insistir sobre todo en
el afecto interior. Nos lo advierte expresamente el Señor en el Evangelio:
«Cuando orareis no habléis mucho, como los gentiles, que piensan serán escuchados
a fuerza de palabras. No os asemejéis a ellos, pues vuestro Padre conoce
perfectamente las cosas que necesitáis antes de que se las pid byáis» (Mt. 6,7-8).
Ténganlo en cuenta tantos devotos y devotas que se pasan el día recitando
plegarias inacabables, con descuido acaso de sus deberes más apremiantes.
2) No se
confunda la prolijidad en las fórmulas de oración, que debe cesar cuando se
haya logrado el afecto o fervor interior—con la permanencia en oración mientras
dure ese fervor. Esto último es convenientísimo y debe prolongarse todo el
tiempo que sea posible, incluso varias horas, si es compatible con los deberes
del propio estado. El mismo Cristo nos dio ejemplo de larga oración, pasando a
veces en ella las noches enteras (Lc. 6,12) e intensificándola en medio de su
agonía de Getsemaní (Lc. 22,43), aunque sin multiplicar las palabras, sino
empleando siempre la misma breve fórmula: «fiat voluntas tua».
3) Como el
fin de la oración vocal es excitar el afecto interior, no hemos de vacilar un
instante en abandonar las oraciones vocales; (a no ser que sean obligatorias), para
entregarnos al fervor interior de la voluntad cuando éste ha brotado con
fuerza. Sería un error muy grande querer continuar entonces el rezo vocal, que
habría perdido ya toda su razón de ser y podría estorbar al fervor interior.
He aquí cómo expone esta doctrina » San Francisco de Sales: «Si, haciendo oración vocal, sentís vuestro corazón
atraído y convidado a la oración interior o mental, no rehuséis hacerlo así, más dejad
vuestro corazón inclinarse dulcemente de ese lado y no os preocupéis poco ni
mucho de no haber terminado las oraciones vocales que teníais intención de
recitar: porque la oración mental que habéis hecho en su lugar es más agradable
a Dios y más útil a vuestra alma. Excepto el oficio eclesiástico, sí estáis
obligado a decirlo, porque en este caso es preciso cumplir el deber» (Tratado Vida
devota).
Las fórmulas de oración vocal: Es
imposible sobre este asunto dar normas fijas que tengan valor universal para
todas las
almas. Cada una ha de seguir el impulso interior del Espíritu Santo y emplear
las fórmulas que más exciten su fervor y devoción, o no emplear ninguna determinada
si encuentra la paz hablando sencillamente con Dios como un niño pequeño con su
padre. Objetivamente hablando, es indudable que las mejores fórmulas son las
que la Iglesia nos propone en su liturgia oficial. Tienen una eficacia especial
para expresar los deseos de la Esposa de Cristo y recibir la influencia colectiva
de los miembros todos de su Cuerpo místico.
Las fórmulas más conocidas y
familiares son precisamente las de más hondo contenido y profundidad. No hay
nada comparable al Padre nuestro, la avemaría, el credo, la salve, el Gloria,
el Ángelus, las oraciones de la mañana y de la noche, la bendición de la mesa,
las palabras que pronunciamos al hacer la señal de la cruz, al acercarnos a
comulgar, el acto de contrición y la confesión general. El rezo del rosario,
tan profundo y sencillo al mismo tiempo, constituye también una de las
plegarias favoritas del pueblo cristiano deseoso de honrar a María y recibir de
ella su bendición maternal.
No podemos detenernos en exponer
esas preciosas fórmulas de oración, pero es forzoso que hagamos una excepción
con la más excelente y sublime de todas: el Padre nuestro, llamado también
«oración dominical» por haber brotado de los labios mismos del divino Redentor.
Exposición
del Padre nuestro como oración vocal: Santo Tomás pregunta en un
artículo de la Suma Teológica «si están bien puestas las siete peticiones del
Padre nuestro». Creemos que la maravillosa doctrina que expone al contestar
afirmativamente hace de ese artículo uno de los más sublimes y profundos de su
obra inmortal, verdadero alcázar de la Teología católica.
He aquí la doctrina del Santo,
con algunas ampliaciones para facilitar su plena inteligencia a los no versados
en Teología.
Comienza Santo Tomás diciendo que
la oración dominical es perfectísima, ya que en ella se contiene todo cuanto
hemos de pedir y en el orden mismo con que hay que pedirlo. He aquí sus
palabras:
«La
oración del Señor es perfectísima; porque, como dice San Agustín, si oramos recta
y congruentemente, nada absolutamente podemos decir que no esté contenido en
esta oración. Porque como la oración es como un intérprete de nuestros deseos ante Dios, solamente podemos pedir con rectitud lo que rectamente
podemos desear. Ahora bien: en la oración dominical no sólo se piden todas las
cosas que rectamente podemos desear, sino hasta por el orden mismo con que hay
que desearlas; y así esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que informa
y rectifica todos nuestros afectos y deseos».
A continuación, comienza el
Angélico la exposición del Padre nuestro. Para entender el primer párrafo
conviene tener presente lo que ya dejamos explicado al comienzo de esta obra, a
saber: que el fin último y absoluto de la vida cristiana es la gloria de Dios, y
el fin secundario o relativo es nuestra propia perfección y felicidad.
Escuchemos ahora a Santo Tomás:
Como se ve, las dos primeras
peticiones del Padre nuestro no pueden ser más sublimes. En la primera pedimos
la gloria de Dios, o sea, que todas las criaturas reconozcan y glorifiquen (eso
significa aquí santificar) el nombre de Dios. Tal es el fin último de la
creación: la gloria de Dios, o, más exacta y teológicamente, Dios mismo glorificado
por sus criaturas. Esta gloria de Dios constituía la obsesión de todos los
santos. En la cumbre de la montaña de la santidad se lee siempre he
indefectiblemente el rótulo que puso San Juan de la Cruz en lo alto de su Monte
Carmelo: «Sólo mora en este monte la honra y gloria de Dios». El yo humano,
terreno y egoísta, ha muerto definitivamente.
Pero Dios ha querido encontrar su
propia gloria en nuestra propia felicidad. No solamente no se nos prohíbe, sino
que se nos manda desear nuestra propia felicidad en Dios. Pero únicamente en
segundo lugar, en perfecta subordinación a la gloria de Dios, en la medida y grado
de su beneplácito divino: «buscad primero el reino de Dios y su justicia, y
todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt. 6,33).
Al pedirle a Dios el advenimiento
de su reino sobre nosotros, le pedimos en realidad la gracia y la gloria para
nosotros; o sea, lo más grande y sublime que podemos pedir después de la gloria
de Dios. Después del fin principal y secundario hay que desear, lógicamente, los
medios para alcanzarlo. Sigamos escuchando a Santo Tomás:
«Al fin que acabamos de decir nos
puede ordenar algo de dos maneras: directa o indirectamente Directamente se nos
ordena el bien que sea útil al fin. Y este bien puede ser de dos maneras:
primaria y principalmente, nos ordena al fin el mérito con que merecemos la
bienaventuranza eterna obedeciendo a Dios, y por esto se ponen aquellas
palabras: hágase tu voluntad en la tierra como se hace en el cielo; secundaria
e instrumentalmente, todo aquello que puede ayudarnos a merecer la vida eterna,
y para esto se dice:
El pan nuestro de cada día dánoslo
hoy. Y esto es verdadero tanto si se entiende del pan sacramental, cuyo uso
cotidiano es muy provechoso al hombre (y en el que se sobrentienden todos los demás
sacramentos), como si se entiende del pan material, significando con ese pan
todas las cosas necesarias para vivir; porque la Eucaristía es el principal
sacramento, y el pan material es el principal alimento».
Como se ve, después de haber
pedido lo relativo al fin principal y al secundario, se empieza inmediatamente
a pedir lo relativo a los medios. También aquí se procede
ordenadamente, pidiendo en primer lugar que cumplamos la voluntad de Dios de
manera tan perfecta, si fuera posible, como se cumple en el cielo. Es porque el
cumplimiento de la voluntad de Dios es el único medio directo e inmediato de
glorificar a Dios y de santificar nuestra alma.
Nadie se santificará ni podrá glorificar a
Dios más que cumpliendo exacta y rigurosamente su divina y adorable voluntad.
Si Dios nos pide obscuridad y silencio, enfermedad e impotencia, vida escondida
y desconocida, es inútil que tratemos de glorificarle o de santificarnos
soñando en grandes empresas apostólicas o en obras brillantes en el servicio de
Dios: andaremos completamente fuera de camino.
Nada glorifica a Dios ni
santifica al alma sino el perfecto cumplimiento de su divina voluntad. Pero, al
lado de este medio fundamental e inmediato, necesitamos también la ayuda de los
medios secundarios, simbolizados en la palabra pan, que es el alimento por
excelencia. Pedimos el pan, o sea, lo indispensable para la vida (nada de
riquezas y honores, que son bienes fugaces y aparentes, que tanto se prestan a
desviarnos de los caminos de Dios); y únicamente para hoy, «con el fin de
quedar obligados a pedirlo mañana y corregir nuestra codicia» como dice
admirablemente el catecismo y para que descansemos confiados y tranquilos en
los brazos de la providencia amorosísima de Dios, que alimenta a los pájaros
del cielo y viste a las flores del campo con soberana hermosura (Mt. 6,25-34).
Sigamos la exposición de Santo
Tomás. «Indirectamente nos ordenamos a la bienaventuranza removiendo los
obstáculos que nos la podrían impedir. Tres son estos obstáculos:
+El primero y principal es el
pecado, que nos excluye directamente del reino de los cielos, y por esto
decimos perdónanos nuestras deudas.
+El segundo es la tentación, que
es como la antesala del pecado y puede impedirnos el cumplimiento de la divina
voluntad, y por esto añadimos no nos dejes caer en la tentación.
+El tercero, finalmente, lo
constituyen todas las demás calamidades de la vida que pueden perturbar nuestra
alma, y para ello decimos líbranos de todo mal A través de esta magnífica
exposición de Santo Tomás; completada todavía con la solución a las objeciones,
se advierte claramente que es imposible pedir a Dios más cosas, ni mejores, ni
más ordenadamente, ni con menos palabras, ni con mayor sencillez y confianza
que en la sublime oración del Padre nuestro. Por eso, los santos, iluminados
por Dios mediante los dones del Espíritu Santo, encuentran un verdadero «maná
escondido» en la oración dominical.
Viven de ella años enteros, y aun
toda la vida, alimentando su oración con sus divinas peticiones. Santa Teresita
llegó a no encontrar gusto sino en el Padre nuestro y avemaría. Santa Teresa lo
comenta magistralmente en su Camino de perfección. Y muchas almas sencillas y
humildes encuentran en él pasto abundantísimo para su oración y hasta para
remontarse a las más altas cumbres de la contemplación y unión con Dios. Lo
dice expresamente Santa Teresa de Jesús:
«Conozco
una persona que nunca pudo tener sino oración vocal, y asida a ésta lo tenía
todo; y si no rezaba, íbasele el entendimiento tan perdido, que no lo podía
sufrir. Mas tal tengamos todos la mental. En ciertos Paternósters que rezaba a
las veces que el Señor derramó sangre se estaba, y en poco más rezado, algunas
horas. Vino una vez a mí muy acongojada, que no sabía tener oración mental ni
podía contemplar, sino rezar vocalmente. Pregúntele qué rezaba; y vi que, asida
al Paternóster, tenía pura contemplación y la levantaba el Señor a juntarla
consigo en unión; y bien se parecía en sus obras recibir tan grandes mercedes,
porque gastaba muy bien su vida. Así, alabé al Señor y hube envidia su oración
vocal. Si esto es verdad, como lo es, no penséis los que sois enemigos de
contemplativos que estáis libres de serlo, si las oraciones vocales rezáis como
se han de rezar, teniendo limpia conciencia».
Y en otro lugar de sus obras
añade la insigne Doctora Mística este espléndido rezo del Padre nuestro: «Es cosa para alabar mucho al Señor cuan
subida en perfección es esta oración evangelical, bien como ordenada de tan
buen Maestro, y así podemos, hijos, cada una tomarla a su propósito. Espántame
ver que en tan pocas palabras está toda la contemplación y perfección encerrada,
que parece no hemos menester otro libro, sino estudiar en éste. Porque hasta
aquí nos ha enseñado el Señor todo el modo de oración y de alta contemplación,
desde los principiantes a la oración mental y de quietud y unión que, a ser yo
para saberlo decir, se pudiera hacer un gran libro de oración sobre tan
verdadero fundamento».
Es, pues, de la mayor importancia
en la vida espiritual el rezo ferviente de las oraciones vocales. Nunca se
pueden omitir del todo, ni siquiera en las más altas cumbres de la santidad.
Llega un momento, como veremos, en el que empeñarse en continuar el
procedimiento discursivo de la meditación ordinaria representaría una
imprudencia y un gran obstáculo para ulteriores avances; pero esto jamás ocurre
con la oración vocal. Siempre es útil y conveniente, ya sea para excitar el fervor
interior, ya para desahogarlo cuando es demasiado vehemente. La enemistad con
las oraciones vocales es un signo de mal espíritu, en el que han incurrido una
verdadera legión de almas ilusas y de falsos místicos.
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Bendiciones