Para la reflexión del presente estudio: [ Las Señales de Jesús que el Mundo Exige] quiero compartirles algunos apartes de los tratados del Padre Alfonso Gálvez que la Divina Providencia quiso que encontrara. En estos escritos, llenos de una profunda erudición y conocimiento de las Sagradas Escrituras a su vez. El Padre Alfonso Gálvez está plenamente convencido de que el Evangelio (como toda la Sagrada Escritura); es palabra de Dios inspirada, y, por lo tanto, plenamente actual; una palabra que contempla todos los problemas del hombre moderno y ofrece la solución para ellos. Porque el Evangelio se puede iluminar y hacer actual con la exégesis científica, pero mucho más, quizás, y con sentido más práctico y verdadero, con la oración.
El Padre Alfonso Gálvez Nació en 1932. Licenciado en Derecho. Se ordenó de sacerdote en Murcia en 1956. Entre otros destinos ha estado en Cuenca (Ecuador), Barquisimeto (Venezuela) y Murcia. Es Fundador de la Sociedad de Jesucristo Sacerdote, aprobada en 1980. Desde 1982 reside en El Pedregal (Mazarrón-Murcia) en España. Es a la luz de la oración cuando se puede comprobar que la palabra de Dios es viva, eficaz y tajante más que una espada de dos filos, que penetra hasta la división del alma y del espíritu, hasta las coyunturas y la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón (Cf Heb 4:12).
Sin la pura gracia y la luz del Espíritu Santo que ilumina nuestra razón y entendimiento la Palabra de Dios se convertiría y reduciría para “el mundo” en palabras sin sentido que no sirven para nada, y la predicación pastoral se quedaría reducida a un monólogo insulso y desconectado de la realidad (extra-vagante). Sin embargo, a gentes sencillas, y a todos los hombres de buena voluntad que buscan al Señor con sincero corazón les son revelados los sagrados Misterios ocultos a nuestros ojos; para saborear y contemplar las maravillas de su Palabra y el esplendor del Niño Jesús, el Verbo hecho hombre, El mismo Señor Jesucristo vivo y Resucitado que brilla en las tinieblas de nuestra pequeñez e ignorancia.
Una señal del cielo:
Los fariseos y saduceos piden un signo del cielo. Se acercaron los fariseos y saduceos y, para ponerle a prueba, le pidieron que les mostrase un signo del cielo. Mas él les respondió: «Al atardecer decís: “Va a hacer buen tiempo, porque el cielo tiene un rojo de fuego”, y a la mañana: “Hoy habrá tormenta, porque el cielo tiene un rojo sombrío.” ¡Conque sabéis discernir el aspecto del cielo y no podéis discernir los signos de los tiempos! ¡Generación malvada y adúltera! Un signo pide y no se le dará otro signo que el signo de Jonás.» Y dejándolos, se fue. (Mateo 16:1-4)
Los fariseos y saduceos se acercan al Señor para pedirle una señal del cielo. Habrá de tratarse de algo extraordinario, que garantice la autenticidad de la misión del Maestro. Pero, según se deduce del texto, parece que estas exigencias están dentro de lo puramente natural, es decir, que el signo extraordinario tiene que ser estimado así según medida humana. Si esta interpretación es cierta nos hallamos ante un intento, por parte del mundo, de apropiarse frente a Dios el derecho a decidir cuáles han de ser los criterios de garantía. Las cosas se valoran según una norma, pero aquí la norma ha de ser puesta por el mundo. O sea que, incluso con respecto a Dios, ha de ser el mundo el que determine lo que es o no es; con lo cual ya no es Dios quien juzga al mundo, sino que es el mundo el que juzga a Dios. Llevada esta actitud hasta sus últimas consecuencias, como suele ocurrir, conduce hasta la apropiación del derecho a determinar si Dios existe o no existe.
Esta actitud de los Fariseos y los Saduceos conocedores de la Ley suponen el rechazo de lo sobrenatural. El mundo está dispuesto a aceptar una señal, pero según medida humana. Exige un signo que sea maravilloso y convincente, pero dentro de lo que el mundo entiende como maravilloso y convincente. A lo sobrenatural no se le reconoce el carácter de signo, puesto que de entrada es ya rechazado.
Pero Dios no puede ser medido por el hombre. Y si, además, ha querido elevar al hombre al orden de lo sobrenatural, tendrá entonces que darle testimonio de Sí mismo, con criterios de credibilidad suficientes para el que quiera ver, pero que no podrán venir determinados por medida humana.( 1Jn 8:18) ;Es cierto que este testimonio estará avalado por las obras, (Jn 5:36); pero estas obras tendrán que ser divinas; es decir, que no van a ser seguramente las que el mundo hubiera esperado: son más bien las obras que el Padre “le dio hacer" al Hijo. Por eso Jesucristo no se pliega a las exigencias de los que le hablan. Se trata de la misma actitud en la que se niega a hacer milagros en Nazaret, (Lc 4:16 y ss.) o a lanzarse desde la torre del Templo, (Mt 4:5 y ss.); o a hacer milagros ante Herodes. (Lc 23:8).
Nuestro cristianismo de ahora parece que hubiera olvidado esto. Y anda empeñado en presentarse ante el mundo con unas notas de credibilidad que sean conformes con lo que exige el mundo, esperando así que su mensaje sea aceptado. Todo el momento actual de desacralización viene a parar ahí. Se ha dado un giro que ha supuesto que, a la actitud de ir al mundo con ánimo de convertirlo, haya sucedido otra de súplica en la cual los cristianos mendigan el ser aceptados. El teólogo Meritan llamaba a esto arrodillamiento ante el mundo. Con lo cual bien puede decirse que la levadura se ha desvirtuado, que la sal se ha vuelto sosa, y que la lámpara ha sido metida debajo del celemín. De ahí la tremenda lucha que han entablado muchos cristianos para no aparecer como extraños ante el mundo y ofrecer unos signos de credibilidad que sean aceptables para él.
¿Cómo se ha podido llegar a esta situación? Porque esta actitud, además de ser contradictoria en sí misma, encierra dentro de sí una trampa mortal. Si el cristianismo es algo, tiene que ser extraño al mundo; de otro modo no es nada. Y hay que decir, además, que si los signos dados como garantía tienen que ser a medida humana, entonces nada tienen que decir al mundo: pues no son nada distinto de él, siendo así que el cristianismo se presenta como transcendente al mundo. Debido a que el mundo odia lo que no es suyo o se presenta como distinto de él, si el cristianismo se deja llevar del temor, se dejará entonces reducir al mundo. Pero entonces ya no será nada y nada tendrá que decir al mundo.
La apostasía en el mundo de hoy y la situación es tan grave que más bien parecemos estar ante un tremendo enfriamiento de la caridad y una fuerte crisis de fe, animado todo ello por un poder sobrehumano, misterio de iniquidad del que no podemos dudar que está ya en acción. Es verdad que el momento de los últimos tiempos está oculto para nosotros; pero el Señor habló de unas señales que se cumplirían en segunda su venida, y, entre otras cosas, dijo que para entonces apenas se encontraría fe sobre la tierra y que se habría enfriado la caridad de muchos. De todos modos, y por estar enteramente oculto el momento, tan cierto es que no podemos hablar de la inminencia de los últimos tiempos como tampoco de su lejanía.
La nube de teologías de la liberación, o a tantos otros intentos, que han hecho decir a algunos que estamos ante un verdadero neo-modernismo, más grave que el modernismo de principios de siglo. Los cristianos de ahora están aquejados de un cierto complejo de inferioridad que parece motivado por una grave crisis de fe. Y es que cuando se enfría la caridad se desvanece la fe, y además aparece el miedo como subproducto. El miedo culpable, del que nos habla San Juan, aparece en el hombre cuando falta el amor; y es capaz de llevarle a las mayores claudicaciones.
Se acercaron para tentarle:
Es evidente que aquellos fariseos y saduceos que se acercaron a Jesucristo para pedirle una señal no iban con buena intención. Lo dice el texto sagrado, y el mismo Señor les llama por eso “generación mala y adúltera” Les sobra inteligencia para conocer las cosas naturales pero les falta voluntad para abrirse a lo sobrenatural:
<<Sabéis discernir el aspecto del cielo, pero no sabéis conocer las señales de los tiempos>>.
Aquellas señales precisamente por las cuales hubieran conocido al Señor. Porque a Dios se le puede conocer con certeza por la simple inteligencia, aunque sea de un modo muy imperfecto, pero siempre que la voluntad no quiera impedirlo. Ni los fariseos de entonces, ni los de ahora, que exigen una medida a lo humano para convencerse, han tenido nunca buena intención. Y por eso no se convencerán, convertirán o creerán, aunque resucite un muerto o presencien el prodigio más extraordinario.
Muchos cristianos de nuestro tiempo se encuentran asustados y con miedo. Y es que les han hecho creer dos cosas que ellos han sido demasiado fáciles en admitir. La primera, que la ciudad temporal se está construyendo sin ellos. La segunda, que la ciudad futura que esperan es una utopía, una alienación, que incluso les está estorbando para colaborar como deberían en la edificación de la ciudad terrena. Se trata de dos mentiras, pero no tan extraordinarias como el hecho de que los cristianos hayan consentido en creerlas. Todo por haberse enfriado en la caridad y haber sido castigados, por lo tanto, con un debilitamiento de la fe. Sin fe ya no pueden ser los cristianos vencedores del mundo, sino que son vencidos por él.
La única señal:
Los hombres que con mala fe piden signos no deben ser atendidos. De todos modos, el Señor ofrece un signo a los fariseos y saduceos: El del profeta Jonás, refiriéndose sin duda a su muerte y estancia de tres días en el sepulcro con la victoria definitiva de la resurrección. Lo que nos lleva a pensar que el signo último y definitivo que Dios ha querido dar al mundo no es otro sino el de la cruz. Signo que, por ser locura y escándalo para el mundo, éste no está dispuesto a aceptar. Y la razón de esta extraña conducta de Dios nos la da San Pablo:
<<Por cuanto que no conoció el mundo a Dios por la sabiduría humana, quiso Dios salvar a los hombres por la locura de la predicación; cuando los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a Cristo crucificado. >> (Cor 1: 21,23). En efecto, ya había dicho antes el Señor que solamente los atraería a todos hacia Él cuando fuera levantado de la tierra, aludiendo a la cruz. (Jn 12: 32,33) Sólo entonces los hombres de buena voluntad reconocerían esa señal y creerían en Él. (Jn 3:14; 8:28).
Se ha dicho, a propósito del pasaje evangélico en el cual el Bautista envía a preguntar al Señor sobre si éste es o no el Mesías (Mt 11: 2,6; Lc 7: 18,23)., que la señal más importante que el Señor ofrece al Precursor es la de que los pobres son evangelizados: <<Id y decid a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados.>>
El signo principal, por el cual sus discípulos serán reconocidos, es el amor a los demás sobre todo a los más necesitados expresado por el hecho de anunciarles la Buena Nueva. Pero ese amor tiene que consumarse en la entrega de la propia vida, porque solamente sí se manifiesta hasta el colmo el amor, (Jn 15:13; 13:1), y esa fue la señal que dio el Señor a sus discípulos por la cual serían reconocidos:
<<En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros.>> (Jn 13:3).
En esta etapa de Iglesia peregrina el amor va siempre con la muerte y con la cruz, porque nadie demuestra mayor amor que aquel que da la vida por sus amigos. (Jn 15:13). La cruz sigue siendo la señal suprema. Desgraciadamente el amor se presta a muchas falsificaciones. Muchos defienden hoy como principal tarea del cristianismo la de procurar una mejor repartición de los bienes temporales. No conviene, sin embargo, olvidar que ya el Señor advirtió que no era Él un repartidor de bienes. (Lc 12:14). En realidad, ni siquiera bastaría la entrega de los propios bienes en la búsqueda de una mayor justicia social, y es conveniente advertir que, según el Apóstol, esa acción no es necesariamente la caridad verdadera. (1 Cor 13:3).
El amor que no va acompañado de la fe no es amor cristiano. La caridad, que es el amor cristiano, todo lo cree, (1 Cor 13:7). y la fe se realiza siempre por la caridad. (Ga 5:6; cfr. Ap. 2:19). Además, la caridad en el Nuevo Testamento es siempre un fruto del Espíritu Santo, incluso el más excelente; (Ga 5:23). Pero el Espíritu Santo no puede habitar en el hombre sino por la fe. (Heb 11:6; Ga 3:14; Ef. 3:17). A su vez, la crisis de fe del mundo de hoy es consecuencia de una opción libremente tomada contra Dios; ya decía San Pablo que el naufragio de la fe es consecuencia de haber perdido la buena conciencia. (1 Tim 1:19).
En definitiva, que la única señal que los cristianos pueden dar al mundo como garantía de su mensaje es el amor. Pero ha de tratarse del amor verdadero. Y el amor es verdadero cuando llega hasta dar la vida en Cristo. Porque, de un lado, se dice en el Nuevo Testamento que ama verdaderamente aquel que entrega su vida; (Jn 15:13; 1 Jn 3:16). Al ser la cruz la expresión del amor divino consumado, (Jn 19:30; 13:1). Todo amor verdadero pasa desde entonces por ahí. Por lo tanto, que cualquier amor que no parta de la cruz de Jesucristo, o que no conduzca a ella, no es amor, por muchas etiquetas que lleve de reivindicaciones sociales.
El mejor signo que los cristianos pueden ofrecer al mundo es el del amor crucificado. Sin importarles demasiado que el mundo hubiera preferido otro. Y sin dejarse engañar; porque si el mundo llega al fin a aceptar algún signo será precisamente el del amor crucificado, único que puede convencer a los hombres de buena voluntad; en cuanto a los demás hombres no aceptarán ninguno, y desde luego no se van a dejar convencer por los signos que estén en la misma línea del mundo.
No es pensable que los cristianos puedan superar al mundo en su propio terreno. No le convencerán las señales que le presenten, por maravillosas que puedan ser, mientras estén en su propia línea. Dice el Nuevo Testamento bien claramente que, hacia los últimos tiempos, aparecerán muchos falsarios con aires de profetas que llevarán a cabo grandes signos y prodigios, (Mt 24:24; Mc 13:22; Ap. 13: 13,15; 2 Te 2: 9,10). y no puede caber duda de que estos signos estarán en la línea de lo querido y esperado por el mundo.
Ahora bien, no puede pensarse que vaya a tratarse de juegos de manos o prodigios de artificio para causar admiración o diversión; sin duda que se tratará de algo mucho más serio. Quizás de algo que colmará los deseos terrenos de la Humanidad, que satisfaga sus esperanzas, que suponga logros considerados hasta entonces como inasequibles y haga que los hombres se admiren de su propio poder, llevándolos a la certeza de que Dios ya no es necesario.
Hay un lugar que sí que es específicamente cristiano y en el cual nunca pueden situarse los enemigos de la salvación. Ese lugar es la cruz. Por eso para el cristiano es la única señal auténtica, mientras que las otras son equívocas. Mientras los cristianos permanezcan en el plano de lo puramente humano no podrán ofrecer al mundo aquello que les es propio y que los hace enteramente distintos del mundo. (Jn 17:16; 15:19). Si solamente tuvieran ya lo estrictamente natural para ofrecerlo como mercancía, entonces nada tendrían para presentar al mundo, como no fuera el triste y grotesco espectáculo de la deserción. (Mt 5:13).
Los cristianos no podrán vencer al mundo luchando con las armas de éste. A la soberbia, poder y arrogancia del mundo, solamente puede oponerse la debilidad de la cruz:
<<Y si no, mirad, hermanos, vuestra vocación; pues no hay entre vosotros muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles. Antes eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios, y eligió Dios la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; y lo plebeyo del mundo, el desecho, lo que no es nada, lo eligió Dios para anular lo que es, para que nadie pueda gloriarse ante Él>> (1 Cor 1: 26,29.).
El más auténtico “testigo” de Jesucristo no será nunca el campeón de reivindicaciones terrenas, sino el mártir, así como Cristo es llamado en el Nuevo Testamento <<el testigo Fiel precisamente porque es el primogénito de los muertos. . ., el que nos ama y nos ha absuelto de nuestros pecados por la virtud de su sangre>>. (Ap. 1:5). A lo mejor alguien dice que todo esto es demasiado bello. Sin duda que lo es, pero ¿acaso lo bello no es también lo verdadero? San Pablo llamó bello al testimonio de Cristo o al que se da por Él. En realidad, ahí está la única señal que los cristianos podrían dar al mundo de hoy. (1 Tim 6: 12_13).
+++ Bendiciones