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miércoles, 8 de abril de 2020

Capitulo IV: La vida de oración


«Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: "Dame de beber", tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva.» (Juan 4:10).

Continuando con nuestro estudio de la vida de oración. Es cosa clara que todo ser viviente que no ha alcanzado todavía su pleno desenvolvimiento puede, en circunstancias normales, crecer y desarrollarse hasta alcanzarlo. En el orden natural, nuestro organismo corpóreo crece por desarrollo propio, es decir, evolucionando con sus fuerzas naturales y acrecentándose por la incorporación de nuevos elementos de su mismo orden.

Nuestra vida sobrenatural no puede crecer así necesita del ejercicio de la oración una sublime y más alta gracia esta no puede crecer por si sola y no puede crecer más que de la manera cómo nace. Nace por infusión divina, y, por lo mismo, no puede crecer más que por nuevas infusiones divinas. En vano nuestras fuerzas y facultades naturales que nos mueven a buscar a Dios serían completamente impotentes para determinar, aun con el auxilio de la gracia actual, este movimiento interior de desenvolvimiento que producen, por ejemplo, la elevación y transformación de nuestra Alma a Dios, con todas sus potencias (La voluntad, la razón y la memoria), Serian vanas si no son alimentadas por la Gracias Divinas.

1)Primer Grado De Oración: La Vocal:
El primer grado de oración, está al alcance de todo el mundo, lo constituye la oración vocal. Es aquella que se manifiesta con las palabras de nuestro lenguaje articulado, y constituye la forma casi única de la oración pública o litúrgica.

Conveniencia y necesidad de la oración vocal:
Santo Tomás se pregunta en la Suma Teológica «si la oración debe ser vocal» Contesta diciendo que forzosamente tiene que serlo la oración pública hecha por los ministros de la Iglesia ante el pueblo cristiano que ha de participar en ella, pero no es de absoluta necesidad cuando la oración se hace privadamente y en particular.

Sin embargo, añade, no hay inconveniente en que sea vocal la misma oración privada por tres razones principales:

a) Para excitar la devoción interior, por la cual se eleva el alma a Dios; de donde hay que concluir que debemos usar de las palabras exteriores en la medida y grado que exciten nuestra devoción, y no más; si nos sirven de distracción para la devoción interior, hay que callar;
b) Para ofrecerle a Dios el homenaje de nuestro cuerpo además de nuestra alma; y
c) Para desahogar al exterior la vehemencia del afecto interior.

Nótese la singular importancia de esta doctrina de la oración vocal de tal manera depende y se subordina a la mental, que, en privado, únicamente para excitar o desahogar aquélla, tiene razón de ser. Es cierto que con ella ofrecemos, además, un homenaje corporal a la divinidad; pero desligada de la mental, en realidad ha dejado de ser oración, para convertirse en un acto puramente mecánico y sin vida. Volveremos sobre esto al hablar de la necesidad de la atención.  A no ser naturalmente que la oración vocal sea obligatoria para el que la emplea, como lo es para el sacerdote y religioso de votos solemnes el rezo del breviario.

La necesidad de la oración vocal es manifiesta en la oración pública o litúrgica; únicamente a base de ella pueden intervenir todos los fieles en una oración común. Y en igualdad de condiciones, o sea, realizada con el mismo grado de fervor, es más provechosa que la privada; hay un texto del todo claro en el Evangelio. Además, cuando se trata de la oración oficial de la Iglesia, tiene una particular eficacia santificadora en virtud de la intervención misma de la Iglesia, que suena ante los oídos del Señor como la voz de la esposa: «vox sponsae». Con todo, siempre será cierto que nada absolutamente puede suplir al fervor de la caridad con que se realiza la oración.

Y así, si un alma ejercita con mayor conato e intensidad el amor a Dios en la oración callada y mental que en la vocal, merecerá más con aquélla y deberá renunciar a sus oraciones vocales, a excepción de las estrictamente obligatorias según su estado. Lo contrario sería preferir lo menos perfecto en perjuicio de lo mejor y confundir lamentablemente la devoción con las devociones.

 Sus condiciones, Según Santo Tomás y la naturaleza misma de las cosas, la oración vocal ha de tener dos condiciones principales: atención y profunda piedad.

a) Atención en la oración Vocal: Al contestar el Doctor Angélico a la pregunta sobre «si la oración ha de ser atenta», establece unas luminosas distinciones que es preciso tener muy en cuenta. La oración, dice: Tiene o produce tres efectos:
+El primero es merecer, como cualquier otro acto de virtud, y para ello no es menester la atención actual, basta la virtual.
+El segundo es impetrar de Dios las gracias que necesitamos, y para ello basta también la atención virtual, aunque no bastaría para ninguno de estos dos efectos la simplemente habitual.
+El tercero, finalmente, es cierto deleite o refección espiritual del alma, y para sentirlo es absolutamente necesaria la atención actual. A continuación, señala el Angélico Doctor la triple clase de atención que se puede poner en la oración vocal, a saber: el material, que atiende a pronunciar correctamente las palabras en las fórmulas de oración; la literal, que se fija y atiende al sentido de esas palabras, y la espiritual o mística, que atiende al fin de la oración, o sea a Dios y a la cosa que se pide. Esta última es la más excelente, pero el ideal consiste en la unión de las tres, que son perfectamente compatibles entre sí. (Mt. 18,20): «Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos».

Es admirable la correspondencia entre esta doctrina de Santo Tomas y la de Santa Teresa de Jesús. La insigne monja castellana parece salir de las aulas de una facultad de Teología cuando escribe con una belleza inimitable:

«Porque a cuanto yo puedo entender, la puerta para entrar en este castillo es la oración y consideración; no digo más mental que vocal, que como sea oración ha de ser con consideración. Porque la que no advierte con quién habla y lo que pide y quién es quien pide y a quién, no la llamo yo oración, aunque mucho menee los labios. Porque, aunque algunas veces sí será, aunque no lleve este cuidado, más es habiéndole llevado otras. Mas quien tuviese de costumbre hablar con la majestad de Dios como hablaría con su esclavo, que ni mira si dice mal, sino lo que se le viene a la boca y tiene aprendido por hacerlo otras veces, no la tengo por oración, ni plegué a Dios que ningún cristiano la tenga de esta suerte».

De manera que la oración vocal para que sea propiamente oración es menester que sea atenta. La atención actual sería la mejor, y a conseguirla a toda costa han de enderezarse los esfuerzos del alma. Pero al menos es indispensable la virtual, que se ha puesto intensamente al principio de la oración y sigue influyendo en toda ella a pesar de las distracciones involuntarias que puedan sobrevenir.

Si la distracción es plenamente voluntaria, constituye un verdadero pecado de irreverencia, que, según Santo tomas impide el fruto de la oración.

b) Profunda Piedad de la oración Vocal: Es la segunda condición complementaria de la anterior. Con la atención aplicábamos nuestra inteligencia a Dios. Con la piedad ponemos en contacto con el corazón y la voluntad. Esta piedad profunda envuelve y supone un conjunto de virtudes cristianas de primera categoría: la caridad, la fe viva, la confianza, la humildad, la devoción y reverencia ante la Majestad divina y la perseverancia.

Es preciso llegar a recitar así nuestras oraciones vocales. No hay inconveniente en disminuir su número si no nos es posible recitarlas todas en esta forma. Pero lo que en modo alguno puede admitirse es convertir la oración en un acto mecánico y sin vida, que no tiene ante Dios mayor influencia que la que podrían tener esas mismas oraciones recitadas por un medio de un audio. Más vale una sola avemaría bien rezada que un rosario entero con voluntaria y continuada distracción. Esto nos lleva a plantear la cuestión del tiempo que ha de durar la oración vocal.

c) Duración de la oración vocal: Santo Tomás se plantea expresamente este problema al preguntar «si la oración ha de ser muy larga». Contesta con la clarividencia de siempre, estableciendo una distinción. En su causa dice esto: Es, en el afecto de la caridad, de donde tiene su origen, la oración debe ser permanente y continua, porque el influjo actual o virtual de la caridad ha de alcanzar a todo el conjunto de nuestra vida; y en este sentido, todo cuanto hacemos estando en gracia de Dios y bajo la influencia de la caridad puede decirse que es oración. Pero, considerada en sí misma y en cuanto tal, la oración no puede ser continua, ya que hemos de dejar a otros muchos negocios indispensables.

Ahora bien; la cantidad de una cosa cualquiera ha de ser proporcionada al fin a que se ordena, como la cantidad de medicina que tomamos es ni más ni menos que la necesaria para la salud. De donde hay que concluir que la oración debe durar todo el tiempo que sea menester para excitar el fervor interior, y no más. Cuando rebase esta medida de tal forma que no pueda continuarse sin tedio ni fastidio, ha de cesar la oración. Y esto ha de tenerse en cuenta no sólo en la oración privada, sino también en la pública, que debe durar cuanto sea menester para excitar la devoción del pueblo, sin causarle tedio ni aburrimiento.

De esta luminosa doctrina se desprenden las siguientes consecuencias prácticas:

1) No es conveniente multiplicar las palabras en la oración, sino insistir sobre todo en el afecto interior. Nos lo advierte expresamente el Señor en el Evangelio: «Cuando orareis no habléis mucho, como los gentiles, que piensan serán escuchados a fuerza de palabras. No os asemejéis a ellos, pues vuestro Padre conoce perfectamente las cosas que necesitáis antes de que se las pid byáis» (Mt. 6,7-8). Ténganlo en cuenta tantos devotos y devotas que se pasan el día recitando plegarias inacabables, con descuido acaso de sus deberes más apremiantes.

2) No se confunda la prolijidad en las fórmulas de oración, que debe cesar cuando se haya logrado el afecto o fervor interior—con la permanencia en oración mientras dure ese fervor. Esto último es convenientísimo y debe prolongarse todo el tiempo que sea posible, incluso varias horas, si es compatible con los deberes del propio estado. El mismo Cristo nos dio ejemplo de larga oración, pasando a veces en ella las noches enteras (Lc. 6,12) e intensificándola en medio de su agonía de Getsemaní (Lc. 22,43), aunque sin multiplicar las palabras, sino empleando siempre la misma breve fórmula: «fiat voluntas tua».

3) Como el fin de la oración vocal es excitar el afecto interior, no hemos de vacilar un instante en abandonar las oraciones vocales; (a no ser que sean obligatorias), para entregarnos al fervor interior de la voluntad cuando éste ha brotado con fuerza. Sería un error muy grande querer continuar entonces el rezo vocal, que habría perdido ya toda su razón de ser y podría estorbar al fervor interior.

He aquí cómo expone esta doctrina » San Francisco de Sales: «Si, haciendo oración vocal, sentís vuestro corazón atraído y convidado a la oración interior o mental, no rehuséis hacerlo así, más dejad vuestro corazón inclinarse dulcemente de ese lado y no os preocupéis poco ni mucho de no haber terminado las oraciones vocales que teníais intención de recitar: porque la oración mental que habéis hecho en su lugar es más agradable a Dios y más útil a vuestra alma. Excepto el oficio eclesiástico, sí estáis obligado a decirlo, porque en este caso es preciso cumplir el deber» (Tratado Vida devota).

Las fórmulas de oración vocal: Es imposible sobre este asunto dar normas fijas que tengan valor universal para todas las almas. Cada una ha de seguir el impulso interior del Espíritu Santo y emplear las fórmulas que más exciten su fervor y devoción, o no emplear ninguna determinada si encuentra la paz hablando sencillamente con Dios como un niño pequeño con su padre. Objetivamente hablando, es indudable que las mejores fórmulas son las que la Iglesia nos propone en su liturgia oficial. Tienen una eficacia especial para expresar los deseos de la Esposa de Cristo y recibir la influencia colectiva de los miembros todos de su Cuerpo místico.

Las fórmulas más conocidas y familiares son precisamente las de más hondo contenido y profundidad. No hay nada comparable al Padre nuestro, la avemaría, el credo, la salve, el Gloria, el Ángelus, las oraciones de la mañana y de la noche, la bendición de la mesa, las palabras que pronunciamos al hacer la señal de la cruz, al acercarnos a comulgar, el acto de contrición y la confesión general. El rezo del rosario, tan profundo y sencillo al mismo tiempo, constituye también una de las plegarias favoritas del pueblo cristiano deseoso de honrar a María y recibir de ella su bendición maternal.

No podemos detenernos en exponer esas preciosas fórmulas de oración, pero es forzoso que hagamos una excepción con la más excelente y sublime de todas: el Padre nuestro, llamado también «oración dominical» por haber brotado de los labios mismos del divino Redentor.

Exposición del Padre nuestro como oración vocal: Santo Tomás pregunta en un artículo de la Suma Teológica «si están bien puestas las siete peticiones del Padre nuestro». Creemos que la maravillosa doctrina que expone al contestar afirmativamente hace de ese artículo uno de los más sublimes y profundos de su obra inmortal, verdadero alcázar de la Teología católica.

He aquí la doctrina del Santo, con algunas ampliaciones para facilitar su plena inteligencia a los no versados en Teología.

Comienza Santo Tomás diciendo que la oración dominical es perfectísima, ya que en ella se contiene todo cuanto hemos de pedir y en el orden mismo con que hay que pedirlo. He aquí sus palabras:

«La oración del Señor es perfectísima; porque, como dice San Agustín, si oramos recta y congruentemente, nada absolutamente podemos decir que no esté contenido en esta oración. Porque como la oración es como un intérprete de nuestros deseos ante Dios, solamente podemos pedir con rectitud lo que rectamente podemos desear. Ahora bien: en la oración dominical no sólo se piden todas las cosas que rectamente podemos desear, sino hasta por el orden mismo con que hay que desearlas; y así esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que informa y rectifica todos nuestros afectos y deseos».

A continuación, comienza el Angélico la exposición del Padre nuestro. Para entender el primer párrafo conviene tener presente lo que ya dejamos explicado al comienzo de esta obra, a saber: que el fin último y absoluto de la vida cristiana es la gloria de Dios, y el fin secundario o relativo es nuestra propia perfección y felicidad.

 Escuchemos ahora a Santo Tomás:

Como se ve, las dos primeras peticiones del Padre nuestro no pueden ser más sublimes. En la primera pedimos la gloria de Dios, o sea, que todas las criaturas reconozcan y glorifiquen (eso significa aquí santificar) el nombre de Dios. Tal es el fin último de la creación: la gloria de Dios, o, más exacta y teológicamente, Dios mismo glorificado por sus criaturas. Esta gloria de Dios constituía la obsesión de todos los santos. En la cumbre de la montaña de la santidad se lee siempre he indefectiblemente el rótulo que puso San Juan de la Cruz en lo alto de su Monte Carmelo: «Sólo mora en este monte la honra y gloria de Dios». El yo humano, terreno y egoísta, ha muerto definitivamente.

Pero Dios ha querido encontrar su propia gloria en nuestra propia felicidad. No solamente no se nos prohíbe, sino que se nos manda desear nuestra propia felicidad en Dios. Pero únicamente en segundo lugar, en perfecta subordinación a la gloria de Dios, en la medida y grado de su beneplácito divino: «buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura» (Mt. 6,33).

Al pedirle a Dios el advenimiento de su reino sobre nosotros, le pedimos en realidad la gracia y la gloria para nosotros; o sea, lo más grande y sublime que podemos pedir después de la gloria de Dios. Después del fin principal y secundario hay que desear, lógicamente, los medios para alcanzarlo. Sigamos escuchando a Santo Tomás:

«Al fin que acabamos de decir nos puede ordenar algo de dos maneras: directa o indirectamente Directamente se nos ordena el bien que sea útil al fin. Y este bien puede ser de dos maneras: primaria y principalmente, nos ordena al fin el mérito con que merecemos la bienaventuranza eterna obedeciendo a Dios, y por esto se ponen aquellas palabras: hágase tu voluntad en la tierra como se hace en el cielo; secundaria e instrumentalmente, todo aquello que puede ayudarnos a merecer la vida eterna, y para esto se dice:

El pan nuestro de cada día dánoslo hoy. Y esto es verdadero tanto si se entiende del pan sacramental, cuyo uso cotidiano es muy provechoso al hombre (y en el que se sobrentienden todos los demás sacramentos), como si se entiende del pan material, significando con ese pan todas las cosas necesarias para vivir; porque la Eucaristía es el principal sacramento, y el pan material es el principal alimento».

Como se ve, después de haber pedido lo relativo al fin principal y al secundario, se empieza inmediatamente a pedir lo relativo a los medios. También aquí se procede ordenadamente, pidiendo en primer lugar que cumplamos la voluntad de Dios de manera tan perfecta, si fuera posible, como se cumple en el cielo. Es porque el cumplimiento de la voluntad de Dios es el único medio directo e inmediato de glorificar a Dios y de santificar nuestra alma.

 Nadie se santificará ni podrá glorificar a Dios más que cumpliendo exacta y rigurosamente su divina y adorable voluntad. Si Dios nos pide obscuridad y silencio, enfermedad e impotencia, vida escondida y desconocida, es inútil que tratemos de glorificarle o de santificarnos soñando en grandes empresas apostólicas o en obras brillantes en el servicio de Dios: andaremos completamente fuera de camino.

Nada glorifica a Dios ni santifica al alma sino el perfecto cumplimiento de su divina voluntad. Pero, al lado de este medio fundamental e inmediato, necesitamos también la ayuda de los medios secundarios, simbolizados en la palabra pan, que es el alimento por excelencia. Pedimos el pan, o sea, lo indispensable para la vida (nada de riquezas y honores, que son bienes fugaces y aparentes, que tanto se prestan a desviarnos de los caminos de Dios); y únicamente para hoy, «con el fin de quedar obligados a pedirlo mañana y corregir nuestra codicia» como dice admirablemente el catecismo y para que descansemos confiados y tranquilos en los brazos de la providencia amorosísima de Dios, que alimenta a los pájaros del cielo y viste a las flores del campo con soberana hermosura (Mt. 6,25-34).

Sigamos la exposición de Santo Tomás. «Indirectamente nos ordenamos a la bienaventuranza removiendo los obstáculos que nos la podrían impedir. Tres son estos obstáculos:

+El primero y principal es el pecado, que nos excluye directamente del reino de los cielos, y por esto decimos perdónanos nuestras deudas.
+El segundo es la tentación, que es como la antesala del pecado y puede impedirnos el cumplimiento de la divina voluntad, y por esto añadimos no nos dejes caer en la tentación.
+El tercero, finalmente, lo constituyen todas las demás calamidades de la vida que pueden perturbar nuestra alma, y para ello decimos líbranos de todo mal A través de esta magnífica exposición de Santo Tomás; completada todavía con la solución a las objeciones, se advierte claramente que es imposible pedir a Dios más cosas, ni mejores, ni más ordenadamente, ni con menos palabras, ni con mayor sencillez y confianza que en la sublime oración del Padre nuestro. Por eso, los santos, iluminados por Dios mediante los dones del Espíritu Santo, encuentran un verdadero «maná escondido» en la oración dominical.

Viven de ella años enteros, y aun toda la vida, alimentando su oración con sus divinas peticiones. Santa Teresita llegó a no encontrar gusto sino en el Padre nuestro y avemaría. Santa Teresa lo comenta magistralmente en su Camino de perfección. Y muchas almas sencillas y humildes encuentran en él pasto abundantísimo para su oración y hasta para remontarse a las más altas cumbres de la contemplación y unión con Dios. Lo dice expresamente Santa Teresa de Jesús:

«Conozco una persona que nunca pudo tener sino oración vocal, y asida a ésta lo tenía todo; y si no rezaba, íbasele el entendimiento tan perdido, que no lo podía sufrir. Mas tal tengamos todos la mental. En ciertos Paternósters que rezaba a las veces que el Señor derramó sangre se estaba, y en poco más rezado, algunas horas. Vino una vez a mí muy acongojada, que no sabía tener oración mental ni podía contemplar, sino rezar vocalmente. Pregúntele qué rezaba; y vi que, asida al Paternóster, tenía pura contemplación y la levantaba el Señor a juntarla consigo en unión; y bien se parecía en sus obras recibir tan grandes mercedes, porque gastaba muy bien su vida. Así, alabé al Señor y hube envidia su oración vocal. Si esto es verdad, como lo es, no penséis los que sois enemigos de contemplativos que estáis libres de serlo, si las oraciones vocales rezáis como se han de rezar, teniendo limpia conciencia».

Y en otro lugar de sus obras añade la insigne Doctora Mística este espléndido rezo del Padre nuestro: «Es cosa para alabar mucho al Señor cuan subida en perfección es esta oración evangelical, bien como ordenada de tan buen Maestro, y así podemos, hijos, cada una tomarla a su propósito. Espántame ver que en tan pocas palabras está toda la contemplación y perfección encerrada, que parece no hemos menester otro libro, sino estudiar en éste. Porque hasta aquí nos ha enseñado el Señor todo el modo de oración y de alta contemplación, desde los principiantes a la oración mental y de quietud y unión que, a ser yo para saberlo decir, se pudiera hacer un gran libro de oración sobre tan verdadero fundamento».

Es, pues, de la mayor importancia en la vida espiritual el rezo ferviente de las oraciones vocales. Nunca se pueden omitir del todo, ni siquiera en las más altas cumbres de la santidad. Llega un momento, como veremos, en el que empeñarse en continuar el procedimiento discursivo de la meditación ordinaria representaría una imprudencia y un gran obstáculo para ulteriores avances; pero esto jamás ocurre con la oración vocal. Siempre es útil y conveniente, ya sea para excitar el fervor interior, ya para desahogarlo cuando es demasiado vehemente. La enemistad con las oraciones vocales es un signo de mal espíritu, en el que han incurrido una verdadera legión de almas ilusas y de falsos místicos.

+++ Bendiciones

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