La conciencia no es la última instancia para juzgar la bondad de un acto humano, es obligación del Cristiano de educar la Conciencia a la luz de Jesucristo y su Evangelio. El Catecismo de la iglesia Catolica en los numerales(1786-1790) nos enseña lo siguiente:
1786. Ante la necesidad de decidir moralmente, la conciencia puede formular un juicio recto de acuerdo con la razón y con la ley divina, o al contrario un juicio erróneo que se aleja de ellas.
1790 La persona humana debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia. Si obrase deliberadamente contra este último, se condenaría a sí mismo. Pero sucede que la conciencia moral puede estar afectada por la ignorancia y puede formar juicios erróneos sobre actos proyectados o ya cometidos.
A menudo se escucha como un aforismo indiscutible, que toda la moralidad del hombre debe consistir en seguir su propia conciencia; y esto se dice para emanciparlo tanto de las necesidades de una norma extrínseca, como del respeto a una autoridad que intenta dictar leyes a libre y espontánea actividad del hombre, el cual debería ser una ley en sí mismo, sin la limitación de otras intervenciones en sus operaciones.
Pero, en primer lugar, hay que señalar que la conciencia, en sí misma, no es el árbitro del valor moral de las acciones que ella sugiere. Santo tomas de Aquino en la Suma Teológica nos ilustra:
La conciencia es intérprete de una norma interior y superior; no la crea por sí misma. Ella es iluminada por la intuición de ciertos principios normativos, connaturales a la razón humana (cfr. S.TH, I, q.79, a12-13; I-II, q.94, a.1); la conciencia no es la fuente del bien y del mal; es la advertencia, es la auscultación de una voz, que se llama simplemente la voz de la conciencia, es la llamada a la Conformidad que una acción debe tener con una exigencia intrínseca al hombre e por la cual el hombre es hombre verdadero y perfecto. Es decir, es el aviso subjetivo e inmediata de una ley, que debemos llamamos natural, a pesar de que muchas personas hoy en día ya no quieren oír hablar de la ley natural.
En segundo lugar, debemos observar que la conciencia, para ser norma válida de la actividad humana, debe ser recta, es decir, debe ser de ser verdadera, no incierta, ni culpablemente errónea. Lo cual, por desgracia, es facilísimo que suceda, dada la debilidad de la razón humana, cuando se deja a sí misma, cuando no se educa.
La conciencia no es la única voz que puede guiar la actividad humana; su voz es clara y se fortalece cuando la de la ley y, por tanto, de la autoridad legítima, se une a la suya.
la voz de la conciencia no es siempre ni infalible, ni objetivamente suprema. Y esto es especialmente cierto en el campo de lo sobrenatural, donde la razón no sirve por sí misma para interpretar el camino del bien, y tiene que recurrir a la fe de dictar al hombre la norma de justicia querida por Dios a través de la revelación: “El justo, dice San Pablo, vive por la fe” (Gal 3, 11).
Para caminar rectamente por la noche, como ocurre en el misterio de la vida cristiana, no bastan los ojos, es precisa la lámpara, es precisa la luz. Y este “lumen Christi” no deforma, no mortifica, no contradice la luz de nuestra conciencia, sino que la aclara y le da el poder para seguir a Cristo en el camino adecuado de nuestra peregrinación hacia la visión eterna. Por lo tanto: procuremos actuar siempre con la conciencia recta y fuerte, iluminada por la sabiduría de Cristo. (Pablo VI, Audiencia general, 12 de febrero de 1969).
La misma ley que Dios reveló por medio de Moisés y que Cristo confirmó en el evangelio (cf. Mt 5, 17-19), ha sido inscrita por el Creador en la naturaleza humana.
Esto es lo que leemos en la carta de san Pablo a los Romanos:«Cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley» (Rm 2, 14).
De esta forma, por tanto, los principios morales que Dios manifestó al pueblo elegido por medio de Moisés son los mismos que Él ha inscrito en la naturaleza del ser humano. Por esta razón, todo hombre, siguiendo lo que desde el principio forma parte de su naturaleza, sabe que debe honrar a su padre y a su madre y respetar la vida; es consciente de que no debe cometer adulterio, ni robar, ni dar falso testimonio; en una palabra, sabe que no tiene que hacer a los demás lo que no quiere que le hagan a él.
San Pablo añade en la carta a los Romanos:
«Como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia»(Rm 2, 15).
La conciencia se presenta como el testigo que acusa al hombre cuando viola la ley inscrita en su corazón, o lo justifica cuando es fiel a ella. Por consiguiente, según la enseñanza del Apóstol, existe una ley ligada íntimamente a la naturaleza del hombre como ser inteligente y libre, y esta ley resuena en su conciencia: para el hombre vivir según su conciencia quiere decir vivir según la ley de su naturaleza y, viceversa, vivir según esa ley significa vivir según la conciencia, desde luego, según la conciencia verdadera y recta es decir, según la conciencia que lee correctamente el contenido de la ley inscrita por el Creador en la naturaleza humana. (Juan Pablo II, Ángelus, 12 de junio de 1994).
No es suficiente decir al hombre: “sigue siempre tu conciencia”. Es necesario añadir enseguida y siempre: “pregúntate si tu conciencia dice verdad o falsedad, y trata de conocer la verdad incansablemente”. Si no se hiciera esta necesaria puntualización, el hombre correría peligro de encontrar en su conciencia una fuerza destructora de su verdadera humanidad, en vez de un lugar santo donde Dios le revela su bien verdadero.
Es necesario “formar” la propia conciencia:
El cristiano sabe que en esta tarea dispone de una ayuda especial en la doctrina de la Iglesia. “Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es la Maestra de la verdad, y su misión es exponer y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y al mismo tiempo declarar y confirmar con su autoridad los principios del orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana” (Dignitatis humanae, 14). (Juan Pablo II, Audiencia general, 17 de agosto de 1983).
No hay comentarios:
Publicar un comentario