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viernes, 30 de agosto de 2019

El Ciego de Betsaida


Llegaron a Betsaida, y le llevaron un ciego, rogándole que lo tocara. Tomando al ciego de la mano, le sacó fuera de la aldea, y, poniendo saliva en sus ojos e imponiéndole las manos, le preguntó: ¿Ves algo? Mirando él, dijo: Veo hombres, algo así como árboles que andan. De nuevo le puso las manos sobre los ojos, y al mirar se sintió restablecido, viendo todo claramente de lejos. Y le envió a su casa diciéndole: Cuidado con entrar en la aldea. (Mc 8: 22,26) 

Para esta reflexión en cuestión citare algunos apartes del Padre Alfonso Gálvez en su libro <<la Fiesta del Hombre,la Fiesta de Dios>>. En este versículo del Evangelio está resumida la historia de todo apostolado. Llevaron un hombre hasta Él; y eso es el apostolado: llevar hombres al Señor. Claro que Dios no nos necesita para “estar en contacto con los hombres”, pero de hecho ha querido hacerlo así, y éste es el fundamento de toda la doctrina sobre el apostolado. Pero es que, además, este hombre que es conducido hasta el Señor está ciego. Por eso hay que llevar los hombres a Él, porque están ciegos, para que vean, porque Él es la luz (Jn 1:9), y porque el que no le sigue anda en tinieblas (Jn 8:12; 12:46; 1 Jn 1:7).

Los que llevaban al ciego lo hacían para que lo tocara, para ponerlo en contacto con Él, que es el objeto y el fin de todo apostolado. Y para conseguirlo rogaban al Señor. Porque está determinado que sea inoperante todo apostolado que no vaya acompañado de la oración. El ciego fue conducido hasta el Señor. Ya hemos dicho que en eso consiste el apostolado. 

Efectivamente, el cristiano tiene que hablar de su Señor y es de suponer que, para ello, primero le hablarían del Señor al ciego de Betsaida y este se dejó convencer y permitió que lo llevaran ante el Señor, seguramente porque le hablarían de Él con ilusión. La Fe es fundamental cuando se trata de dar un testimonio del Señor. Los que hablaron del Señor al ciego estarían convencidos de que era el único que podía curarlo; quizás hasta lo habían experimentado consigo mismo o en otros muy próximos a ellos. El apostolado no puede hacerse si no es con la Fe, lo que es tanto como decir con un gran amor y una gran confianza en el Señor. De otro modo los hombres nunca se dejarán convencer, y por eso fracasan tantos apostolados.

Por el contrario, el Señor nos advirtió que nuestras lámparas deben estar siempre ardiendo, (Lc 12:35) y Él mismo hacía arder el corazón de sus oyentes cuando hablaba. (Lc 24:32; Jn 7:46). Sin duda que el Señor desea que el apostolado se haga de manera audaz, entrometida, incluso violenta en la negación de sí mismos y seguirlo, con la dulce violencia del amor que sabe siempre respetar la libertad. Así, por ejemplo, en la parábola de la gran cena, dice expresamente el amo al siervo cuando lo envía a buscar nuevos comensales: Sal a los caminos y a los cercados, y obligarlos a entrar, para que se llene mi casa de convidados. (Lc 14:23). 

La expresión de<< obligarlos a entrar es del mismo Señor>>, aunque empleada ahora no dejaría de escandalizar a ciertos ecumenistas y a otros. Son muchos hoy en la Iglesia los que han perdido la ilusión por el apostolado, quizás porque han perdido la ilusión por su fe. Y éstos quieren exigir de los demás una actitud neutra con respecto al apostolado, como si eso fuera lo verdaderamente evangélico, y sin tener en cuenta que esa actitud está muy lejos de ser compartida por las otras confesiones cristianas y mucho menos por el ateísmo militante.

La tragedia de muchos sacerdotes, Laicos y Religiosos de ahora es la de haber perdido la ilusión por su ministerio, después de haber dejado perder la vida interior. Su actitud es contraria a la de los primeros apóstoles, que se dejaron el servicio de” las mesas” para dedicarse a la oración y al ministerio de la palabra, (Hch 6:24). mientras que los Laicos y Religiosos sacerdotes dejan la oración y su ministerio para dedicarse al servicio de las mesas.

Los primeros discípulos aplicaron a la actitud que veían en el Señor la cita del salmo: El celo de tu casa me consume. (Sal 69:10, citado en Jn 2:17). Lo que no parece estar muy de acuerdo con la actitud neutralista que algunos querrían ver en el apostolado.

Deberíamos pues, hablar del Señor con la misma ilusión con que Andrés comunicó la noticia a su hermano Simón, o Felipe a Natanael: (Jn 1:41.45-46). ¡Hemos hallado al Mesías. . .! Hemos encontrado a aquel de quien escribió Moisés en la Ley y los Profetas, a Jesús, ¡el hijo de José de Nazaret. ....! Palabras que parecen llegar hasta nosotros vibrando de alegría llenas de ilusión. No hubo necesidad de repetírselas ni a Simón ni a Natanael; algo había en la expresión del rostro, y en el tono de voz de sus amigos, que les llenó de admiración y de curiosidad, y se decidieron a seguirles enseguida.

Lo que no deja de ser admirable, porque tanto Andrés como Felipe sabían en aquel momento muy poco de Jesús, como lo prueba el hecho de que acaban de conocerle y de que le llaman Mesías, pero también el hijo de José de Nazaret. Algo está muy claro, sin embargo: que le han entregado ya su corazón. Y ahí está el secreto del apostolado. Ni los conocimientos rudimentarios de los apóstoles noveles, ni sus defectos, ni sus imprudencias primerizas, importarán demasiado mientras vaya por delante la entrega del corazón. 

<<Lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros>> (1 Jn 1:3). decían los primeros apóstoles. De ahí la alegre espontaneidad de las palabras de Andrés y de Felipe diciendo que habían encontrado al Señor. Por esto ¿qué es lo que han encontrado ciertos apóstoles de ahora para que lo puedan anunciar?: Es necesario que el apóstol haya encontrado primero al Señor. No se puede hablar de Él con ilusión sin llevarlo en la propia vida. Sólo así la vida de Jesús podrá manifestarse en nuestro tiempo y a través de la nuestra (2 Cor 4: 10,11).

Los hombres del Evangelio rogaban al Señor para que tocara al ciego. Lo llevan, efectivamente, para ponerlo en contacto con Él, porque están convencidos de que es la única solución. Que es esta la acción que ha de perseguir todo apostolado: poner a los hombres en contacto con el Señor. Para que los hombres sientan la alegría, hasta ahora insospechada para ellos, de la intimidad con el Señor: o que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros. . ., para que viváis en comunión con nosotros. . ., para que vuestro gozo sea completo. (1 Jn 1: 34). 

Es Increíble la intimidad que ya había sido anunciada por el Señor:<< Ya no os llamaré siervos, sino amigos. . .>> (Jn 15:15). Y cuando rogó al Padre en la gran oración sacerdotal: <<Para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros. . . Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno.>> (Jn 17: 21.23).

<<Tomando Jesús al ciego de la mano >>.
Al dejarse conducir por el Señor ya había dejado, en cierto “modo”, de ser ciego, según aquello del mismo Señor: El que me sigue no anda en tinieblas. (Jn 8:12). Aún no veía aquel hombre, pero ya se había puesto en el buen camino. Tuvieron que caminar un cierto espacio, durante el cual el ciego se confió al Señor. Ni hizo preguntas el ciego ni puso condiciones: se puso en las manos del Señor y se dejó conducir por El. Es imposible salir de la ceguera si no nos decidimos a seguir al Señor adonde quiera llevarnos, incluso aunque de momento no reconozcamos el camino ni comprendamos el porqué.

“Le sacó fuera de la aldea”:
La mucha gente y los tumultos no son lo mejor para ver claro. El Señor deseaba quedarse a solas con el ciego. La ceguera del espíritu requiere silencio para su curación, y necesita de la intimidad serena con el Señor. Pero si se ha llegado a un cierto grado de ceguera hay que procurarse entonces una mayor soledad y un mayor silencio, si es que se quiere volver a ver con claridad. Y para eso hace falta retirarse del tumulto y del ambiente de cada día, sin que sea suficiente la oración ordinaria. Será necesario retirarse, y, olvidándose de los trabajos de siempre, enfrentarse con el único problema, con la Verdad que sólo nos habla en el silencio: 

Pasó un viento fuerte y poderoso que rompía los montes y quebraba las peñas; pero no estaba Yahvé en el viento. Y vino tras el viento un terremoto; pero no estaba Yahvé en el terremoto. Vino tras el terremoto un fuego, pero no estaba Yahvé en el fuego. Tras el fuego vino un ligero y blando susurro, y allí estaba Yahvé. (1Re 19 11,12).

El silencio habrá que procurarlo por dentro no menos que por fuera. La imaginación y la capacidad de pensar se pueden ver bloqueadas por la terrible estridencia que llega desde el exterior, a la vez que el martilleo de los medios de comunicación y el exceso de información pueden acabar con la serenidad interior.

<<Mirando él, dijo: Veo hombres, algo así como árboles que andan. De nuevo le puso las manos sobre los ojos, y al mirar se sintió restablecido, viendo todo claramente de lejos>>.

El que había sido ciego comenzó a ver las cosas, pero sólo confusamente como “Arboles”, hasta el punto de que tuvo que actuar de nuevo el Señor para que acabara viendo claramente. Si nos encontramos con el Señor, y nos dejamos guiar por Él, se ha producido ya la conversión. Pero luego tiene que transcurrir una larga etapa, hasta que lleguemos a ver las cosas con sus contornos claros, es decir, hasta que vayamos adquiriendo criterios sobrenaturales; sólo cuando se van viendo las cosas como Dios las ve es cuando se va conociendo la realidad como es. Esta segunda etapa, a diferencia de la primera que es más o menos instantánea, dura en realidad toda la vida, y necesita como elementos para desarrollarse: la oración, el estudio, la dirección espiritual, la paciencia, la tenacidad; en realidad supone todo el esfuerzo de una vida por llevar a cabo la transformación en Cristo.

Pero se llega a ver con gran claridad cuando se llevan, así las cosas, porque se ven como Dios las ve. Un cristiano serio, aunque no sea ni medianamente culto, llega a juzgar de las cosas con gran sentido común: al fin y al cabo, el Señor daba gracias al Padre porque había ocultado estas cosas a los sabios y prudentes del mundo y las había revelado a los pequeños (Mt 11:25).

El que fue ciego de Betsaida llegó a ver las cosas claramente y de lejos. De donde podemos pensar que aquel que se deja guiar por el Espíritu llega a ver las cosas con perspectiva, incluso de futuro, y con gran claridad. Lo que se fundamenta en unas palabras del mismo Señor: 

<<Cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa, porque no hablará de sí mismo, sino que hablará lo que oyere y os comunicará las cosas venideras.>> (Jn 16:1313). Según esto, el Espíritu comunicará también las cosas venideras. Aquí no se trata seguramente del carisma de profecía, sino de aquel sentido de conocer y juzgar con rectitud, también hacia atrás y hacía adelante, que posee todo cristiano y que es un efecto de la unción recibida del Santo (1 Jn 2: 20.27). 

Este espíritu de discernimiento es muy importante en el hecho cristiano. Sirve para distinguir la verdad del error, y tiene en nuestro tiempo tanta importancia cuanta pueda tener el hecho de que, con demasiada frecuencia, el contenido de la fe se presenta falsificado. Cito palabras textuales del Padre Alfonso Gálvez:

<<Existen muchos malos pastores que engañan a los simples fieles. Malos pastores que, a su vez, han llegado al engaño por muchos caminos: el auge de la filosofía marxista, la crisis de fe, la deserción de tantos cristianos y la llamada traición de los clérigos son temas del día. Esta deserción ocurrió en el momento en que se hizo posible porque alguna parte de la Jerarquía había bajado la guardia. Algunas decisiones tomadas a raíz del Concilio Vaticano II como la supresión de la Sagrada Congregación del Santo Oficio, o del índice, fueron interpretadas por algunos en el sentido de que se había abierto la puerta a un relativismo doctrinal y moral, a la vez que muchos Pastores eran afectados de un extraño complejo de permisivismo y un mal entendido concepto de la libertad >>. 

Es posible que llegue el día en que la Iglesia tenga que reconsiderar disposiciones de carácter disciplinar que se tomaron por entonces. Pero sea de ello lo que fuere, es cierto que la Iglesia no puede ser Madre y Maestra de la verdad sin señalar rutas y sin advertir de los caminos extraviados. El Nuevo Testamento da por sentado el deber de vigilancia de los Pastores, y en el sentido más estricto. Y no parece que sea suficiente con que los Pastores impartan luminosas enseñanzas, sino que hará falta también una tarea de gobierno. Los Pastores también tendrán que apartar a los fieles de los pastos peligrosos.

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La donación gradual de la vista al ciego es un ejemplo de la manera de actuar en nosotros la pedagogía divina. Dios nos va enseñando y nos va conduciendo hasta Él a través de toda una vida; no podía ser de otro modo, dada nuestra natural forma de ser. 

La iluminación y la transformación totales e instantáneas no se dan, y hay que sufrir más bien dolores de parto hasta que Cristo se forme totalmente en nosotros (Ga 4:19). Dolores de parto que en realidad dura toda la vida: por eso el día del nacimiento a una nueva vida es el de la muerte, y no el del bautismo. Durante toda la vida somos discípulos (Mt 10:24; Lc 14: 26,27) y caminantes. Por eso no podremos abandonar nunca los medios de formación, ni tampoco considerarnos jamás maestros (Mt 23:8). 

La carrera sólo está terminada cuando se llega a la meta (2 Tim 4:7); sólo entonces Cristo se habrá terminado de formar en nosotros, y sólo entonces, como el ciego de Betsaida, veremos con claridad (1 Cor 13:12), sin confundir a los hombres con árboles, sino viendo las cosas como son, en la luz de Dios y por toda la eternidad. 

Mientras tanto nuestra condición de caminantes nos impone la paciencia, sin la cual nunca llegaríamos a ver realizado el plan que Dios se había trazado con nosotros (Lc 21:19); con ella podremos soportar las deficiencias propias y ajenas, las tentaciones, los sufrimientos y, sobre todo, la espera. Aceptar la condición de discípulo para siempre supone aceptar también para siempre la oración, la dirección espiritual, el estudio o la corrección fraterna. Aceptar para toda la vida la condición de caminante, de hombre que aún no ha llegado a la meta, es prueba de humildad, y en último término de amor. Eso significa aceptarse como niño y reconocerse como niño, lo que es condición indispensable para entrar en el Reino de los Cielos (Mt 18:3). 

En realidad, mientras dura el día de nuestra vida sólo nos queda el caminar (Jn 9:4), sin detenernos nunca, levantándonos cada vez que caigamos, lo que hará que ni siquiera las mismas caídas sean tropiezos (Jn 11:9). Sólo en el atardecer del día de nuestra vida seremos examinados acerca de si hemos aceptado nuestra condición de caminantes, de niños, de discípulos que dieron cabida al amor (Mt 20:8).

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El Señor fue el primer hombre que vieron los ojos ya abiertos del que fuera ciego. Es de suponer que siempre sentiría la nostalgia de aquel rostro, el primero que vieron sus ojos, y que ningún otro igualaría después. Por eso el Señor le serviría de modelo, para medir a todos los hombres según aquel primero que había visto. Realmente empezamos a conocer a los hombres cuando hemos empezado a conocer al Señor; ya San Agustín nos había advertido de la necesidad de conocer al Señor para poder conocernos a nosotros y conocer a los demás. 

El misterio del hombre sólo se puede aclarar a la luz del misterio del Hombre Dios. Y le envió a su casa Le envía a su casa, de nuevo entre los hombres. Ahora tendrá que trabajar, vivir su propia vida, la que Dios quería para él. No entra en los planes de Dios que alguien abra sus ojos a la luz para quedarse con ella (Mt 5: 14,16). Ahora le envía a trabajar, para que no vaya a desertar de aquella gran aventura que es la vida de cada uno vivida en el Señor. Los que antes habían sido ciegos, y ahora ven, no son separados del mundo; al contrario, son enviados a su casa, al trabajo, a la vida de cada día, a vivir entre los hombres, a darles testimonio en una lucha que durará hasta el final. El ciego de Betsaida fue conducido hasta el Señor; pero ahora tendrá que caminar solo, sin lazarillo que le libre de la responsabilidad de sus propios pasos. Entre los de su casa y en el mundo es donde tendrá que derramar ahora la luz que ha recibido. (Jn 12:35): Caminad mientras tenéis luz.

<<Y le dijo: ¡Cuidado con entrar en la aldea!>>
Parece como si el Señor no deseara que el antiguo ciego expusiera en los mercados del mundo la maravilla que en él se había realizado. Hay en el mundo mucha curiosidad vana, dispuesta a ver y oír, pero no a creer en las obras del Señor. Cuando el que fuera ciego intente contarlo, ante la multitud de curiosos de mala fe, no le creerán; estarán dispuestos a buscar interpretaciones torcidas y a aceptar explicaciones extrañas, pero nunca lo que es claro, sencillo y evidente. Con ello el ciego que lo fue perder a su tiempo, e incluso la alegría de haber recuperado la vista, pues los hombres son muy capaces de acabar con su gozo.

Habrá que tener mucho cuidado para no exponer las obras de Dios a la voracidad de los perros (Mt 7:6; 15:26). El apostolado requiere un mínimo de buena voluntad en los hombres a quienes se dirige; pero si ésta falta, debe ser interrumpido, y marcharse el apóstol a otro lugar (Mt 10:14), con la seguridad de que no agotará los lugares de trabajo antes de que Él venga de nuevo (Mt 10:23). 

El Señor se marchaba de un lugar, sin insistir más, cuando así se lo pedían. (Lc 8:37,39) Y hacerlo de otro modo sería perder el tiempo y la alegría, y hasta colaborar en que las cosas santas sean despreciadas y en que los hombres se vayan en contra el mismo apóstol y lo destrocen; el Señor lo advirtió claramente, casi con esas mismas palabras (Mt 7:6).

+++Bendiciones

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