Según Santa Teresa; Los tres primeros
grados pertenecen a la vía ascética, que comprende las tres primeras moradas
del Castillo interior; el cuarto señala el momento de transición de la ascética
a la mística, y los otros cinco pertenecen a la vía mística, que comienza en
las cuartas moradas llega hasta la cumbre del castillo (santidad consumada).
El paso de los grados ascéticos a los místicos se hace de una manera gradual e insensible, casi sin darse cuenta el alma, como veremos ampliamente en su lugar; son estas las etapas fundamentales del camino de la perfección, que van sucediéndose con espontánea naturalidad, poniendo claramente de manifiesto la unidad de la vida espiritual y la absoluta normalidad de la mística, a la que todos estamos llamados, y a la que llegarán de hecho todas las almas que no pongan obstáculo a la acción de la gracia y sean enteramente fieles a las divinas mociones del Espíritu Santo.
Ahora bien, cabe preguntar: ¿en qué estado de perfección es la fe principio de la contemplación o Recogimiento infuso? Las virtudes teologales (Fe, Esperanza y Caridad); están o pueden estar en un triple estado; vamos a clasificar para ilustrar desde el punto de vista didáctico el orden o estado del camino ascético y místico en que nos encontramos:
1-En los
incipientes o principiantes: Todavía permanecen en ellos las
manchas del pecado, ni están todavía en paz y sosiego, aunque tengan el
principio de ello, en cuanto están en gracia y poseen los hábitos infusos de
las virtudes y dones.
Estos tres estados corresponden a las tres vías tradicionales: Purgativa, iluminativa y Unitiva. Y se dan los tres en las virtudes teologales, en los dones -del Espíritu Santo y en las virtudes morales. Veamos ahora, en una nueva conclusión, la contestación a la pregunta formulada. Esta conclusión tiene tres partes, que vamos a probar por separado.
1-Características psicológicas de la contemplación o recogimiento infuso:
Precisada ya teológicamente la naturaleza íntima de la contemplación infusa, vamos a recoger ahora las principales características de tipo psicológico y experimental que permiten reconocerla en la práctica y distinguirla de otros fenómenos del espíritu que pudieran parecérsele.
Algunos autores—entre los que destaca el Padre. Poulain en su obra; Des graces d'oraison pref. n.2. —se limitan exclusivamente a la exposición de este aspecto puramente psicológico y experimental de la contemplación, dejando completamente a un lado la investigación teológica de su naturaleza íntima. Esta actitud puede admitirse si como advierte expresamente el P. Poulain; se trata únicamente de presentar «un simple manual parecido a esos tratados de medicina práctica, que, sin perderse en altas teorías biológicas, enseñan buenamente a diagnosticar con rapidez cada enfermedad y a recetar el remedio conveniente»; pero es a todas luces insuficiente si se quiere presentar una obra verdaderamente científica.
No desdeñemos este aspecto psicológico de la contemplación (sería absurdo tratándose de una realidad eminentemente psicológica como ella es); pero nuestro modesto trabajo nos parecería muy incompleto si no hubiéramos examinado previamente sus fundamentos teológicos, únicamente de los cuales puede recibir solidez y consistencia.
He aquí, pues, las principales características psicológicas que suele presentar en la práctica la contemplación infusa:
Los discípulos del Padre. Poulain repiten esta misma doctrina. Fué el Padre. Grandmaison en su tratado (Religión personnelle p.178 ed. París 1927); quien propuso la siguiente fórmula, que ha hecho fortuna entre los autores: «Los místicos son los testigos de la presencia amorosa de Dios en nosotros».
3-La invasión de lo sobrenatural en el alma. —Es otra de las características más típicas y frecuentes, aunque no puede se fallar y falla de hecho en los intervalos de purificaciones pasivas. Cuando se produce—que es lo más ordinario—, el alma se siente invadida de una manera inequívoca e inefable por algo que no sabría expresar con precisión, pero que siente claramente que «a vida eterna sabe».
«En los estados inferiores al éxtasis no puede decirse que se vea a Dios, si no es en casos excepcionales; no se siente uno impulsado instintivamente a emplear la palabra ver. Lo que constituye, por el contrario, el fondo común de todos los grados de unión mística es que la impresión espiritual por la que Dios manifiesta su presencia le hace sentir algo así como una cosa interior de la que está penetrada el alma; es una sensación de imbebición, de fusión, de inmersión.
Para mayor claridad puede describirse lo que se siente designando esta sensación con el nombre de toque interior o Las almas experimentadas—en efecto—se sienten empapadas de lo sobrenatural como una esponja que se sumerge en el agua. Ello les produce deleites inefables «diferentísimos de los de acá» (Santa Teresa), aunque con mayor o menor intensidad según el grado de oración en que se encuentran y el grado de intensidad de la divina acción a través de los dones del Espíritu Santo.
El alma es el sujeto pasivo de una sublime experiencia que por sí sola no podría producir jamás. Los textos de los místicos experimentales—particularmente de Santa Teresa—son innumerables.
4-Imposibilidad absoluta de producir por nuestros propios esfuerzos una experiencia mística. —Esta es una de las notas más típicas y características, que tiene, además, la ventaja de no fallar nunca en ninguno de los estados de oración mística o contemplativa. El alma tiene conciencia clarísima de que la experiencia inefable de que está gozando no ha sido producida por ella, ni durará un segundo más de lo que quiera el misterioso agente que la está produciendo.
Causa de esta impotencia.: La razón de esta impotencia es muy sencilla. Como la contemplación es producida por los dones del Espíritu Santo iluminando la fe, y el hombre no puede actuar por sí mismo los dones, ya que no son instrumentos suyos—como las virtudes—, sino directa e inmediatamente del Espíritu Santo, sólo cuando Él quiera y mientras Él quiera se ponen en movimiento, no antes ni después.
El Padre. Poulain, siguiendo su estilo de prescindir de las explicaciones teológicas para describir psicológicamente los hechos, pone un símil muy gráfico y expresivo. Helo aquí con sus mismas palabras:
«Las tesis que acabamos de exponer nos hacen entrever por qué la
unión mística no está a nuestra disposición como la oración ordinaria. Esto
obedece a que esta unión nos da una posesión experimental de Dios. Una
comparación hará comprender esta explicación. Si un amigo mío se oculta detrás
de un muro, puedo siempre pensar en él cuando me plazca. Pero si quiero entrar
realmente en relación con él, mi voluntad no basta; es preciso que el muro
desaparezca.
De semejante manera, Dios está oculto. Con ayuda de la gracia, depende siempre de mi voluntad pensar en él; y esto es la oración ordinaria. Pero se comprende que, si quiero entrar realmente en comunicación con él, esta voluntad no basta. Hay un obstáculo que se ha de quitar, y sólo la mano divina lo puede hacer». Y a renglón seguido añade atinadamente:
A veces es uno sorprendido por la unión mística leyendo algún
libro piadoso u oyendo hablar de Dios. En este caso, la lectura o la
conversación no son la causa, sino la ocasión de la gracia recibida. Esta gracia
tiene por única causa a Dios; pero Dios tiene en cuenta la disposición en que
nos encontramos. De aquí se siguen varias consecuencias:
a) Nadie puede ponerse a contemplar cuando le plazca. No basta que uno quiera; es menester que quiera también el Espíritu Santo.
b) El alma puede y debe disponerse para recibir esa acción del Espíritu Santo, y es cosa importantísima, como advierte Santa Teresa. Pero no siendo estas disposiciones la causa eficiente de la contemplación, a veces se recibe de improviso (sin ninguna preparación previa) y otras veces no se recibe por mucho que el alma se prepare para ello.
c) Una vez recibida la divina moción, no se la puede intensificar a pesar de todos los esfuerzos del alma (que, por otra parte, no servirán sino de obstáculos a la acción divina). Nadie se hunde en Dios sino en la medida y grado en que Él lo quiere.
d) Nadie puede determinar con sus esfuerzos la especie de esa unión mística, o sea, el grado de oración mística a que corresponde. Depende enteramente de Dios, que no siempre sigue la clasificación o el orden señalado por Santa Teresa o los demás místicos experimentales. Dios hace en cada alma lo que quiere, cuando quiere y como quiere.
e) A veces, la experiencia mística comienza, se intensifica y va disminuyendo poco a poco hasta desaparecer del todo en aquella ocasión, y esto es lo más frecuente y ordinario. Pero otras veces aparece y desaparece bruscamente sin que el alma haya hecho absolutamente nada para provocarla o alejarla.
f) Ordinariamente no se puede interrumpir la experiencia mística por un simple querer interior de la voluntad (sobre todo si la experiencia es fuerte e intensa). Es preciso, para disminuirla o hacerla desaparecer, moverse, distraerse, entablar una conversación enteramente ajena a la experiencia, etc., y aun así no acaba de conseguirse del todo hasta que Dios quiere. De donde se sigue que un director espiritual que exija al alma dirigida que se desembeba de su oración mística para volver a la oración «ordinaria», además de cometer una torpísima imprudencia, le pide un imposible.
g) «Otra consecuencia de lo que precede es que en la unión mística
se siente uno, con relación a ese favor, en una dependencia absoluta de la
voluntad divina; depende de sólo Dios darla, aumentarla o retirarla. Nada hay
más propio para inspirar sentimientos de humildad. Porque el alma ve claramente
que desempeña un papel muy secundario: el del pobre que alarga la mano. En la
oración ordinaria, al contrario, se siente tentada a atribuir a sus talentos la
mayor parte del éxito. Esta dependencia continuamente sentida produce también
un temor filial de Dios. Porque vemos cuan fácilmente puede castigar nuestras
infidelidades, haciéndonos que lo perdamos todo instantáneamente
fuerzas a la influencia divina, pero se trata de una actividad
recibida—por así decirlo—, efecto inmediato de la gracia operante. Es el famoso patiens divina (Sufrimiento
Divino); de Pseudo-Dionisio, que han experimentado todos los místicos. Por eso
dice Santo Tomás:
Sólo el lumen gloriae (la Luz de la Gloria); romperá los sellos del misterio y nos dará una contemplación clarísima y distinta de Dios y sus misterios, que no será otra que la visión beatífica. Pero en este mundo, mientras continúe la vida de fe, la visión contemplativa tiene que ser forzosamente obscura y confusa, no clara ni distinta.
En la vida mística pueden producirse, sin embargo, epifenómenos extraordinarios que aparecen al alma claros y distintos. Son ciertas gracias gratis dadas (como las visiones y revelaciones) que suponen nuevas especies.
Es verdad que esta seguridad admite diferentes grados; en la oración de unión es tan firme y absoluta, que, si falta, afirma Santa Teresa que no es verdadera unión, pero comienza ya a tenerse en las primeras manifestaciones contemplativas.
La razón es muy sencilla. El alma tiene conciencia clarísima de que no ha producido ella misma aquella experiencia divina de que está gozando. Y el Espíritu Santo, que la está produciendo con sus dones, pone en ella una seguridad tan firme e inequívoca de que la tiene sometida a su acción, que, mientras la está gozando, el alma dudaría antes de la existencia del sol o de su propia existencia que de la realidad divina que está experimentando. Aquí es donde se cumple aquello de San Pablo:
Es de fe; fué definido por el concilio de Trento:«Que sin una especial revelación de Dios nadie puede saber con certeza que pertenece al número de los predestinados, o que no puede volver a pecar, o que se convertirá de nuevo después del pecado, o que recibirá el gran don de la perseverancia final. Ni tampoco puede saber con certeza de fe—que no puede fallar—haber recibido la gracia de Dios (Denz. 802 823)».
«Dado que se tenga la unión mística, ¿puede uno concluir que está en estado de gracia? Si se tuvieran simplemente revelaciones y visiones, la respuesta sería negativa. Porque la Sagrada Escritura refiere visiones que fueron enviadas a pecadores, como Balaam, Nabucodonosor y Baltasar. Pero aquí hablamos de la unión mística. He aquí la respuesta:
Los que reciben esta unión sin revelación especial sobre su estado de gracia tienen simplemente la certeza moral de encontrarse en la amistad con Dios. Es una certeza muy superior a la que un cristiano ordinario puede sacar de sus disposiciones.
Es preciso, en la práctica de la dirección espiritual, tener muy en cuenta este carácter obscuro y misterioso de la contemplación infusa para no incurrir en lamentables confusiones. cuando el alma manifiesta que «siente una cosa muy grande que la lleva a Dios, pero que no sabe lo que es, ni la comprende, ni la sabe explicar», un director experimentado reconocerá en seguida una de las características más típicas de la experiencia mística, mientras que otro menos avisado puede pensar fácilmente que se trata de un alma extraviada y soñadora, a la que hay que obligar a caminar por los senderos «ordinarios» y a practicar otro tipo menos absurdo de oración. ¡Cuántas y cuan graves imprudencias se pueden cometer cuando se ignoran los verdaderos caminos de Dios! (Cf. Moradas quintas 1,11. 10 Cf. Denz. 805 825 826 833).
8-Disposiciones para la contemplación: Una gran pureza de corazón. —Hay una relación muy estrecha entre ella y la contemplación. El
Señor en el Evangelio relaciona íntimamente ambas cosas cuando dice:
«Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios». Sabido es
que la contemplación es como un esbozo y anticipo imperfecto de la visión
beatífica.
«Por eso os aviso que ninguna fuerza pongáis si hallareis resistencia alguna; porque le enojaréis de manera que nunca os deje entrar en ellas. Es muy amigo de humildad. Con teneros por tales que no merecéis aún entrar en las terceras, le ganaréis más presto la voluntad para llegar a las quintas; y de tal manera le podéis servir desde allí, continuando a ir muchas veces a ellas, que os meta en la misma morada que tiene para sí, de donde no salgáis más» (Ibíd., párrafos finales, n.2).
«Esta humildad—escribe el P. Garrigou-Lagrange—dispone a la contemplación, porque ella canta ya la gloria de Dios. Si hay tan pocos contemplativos, dice la Imitación, es, sobre todo, porque hay pocas almas profundamente humildes.
Para recibir la gracia de la contemplación es preciso generalmente haber hecho un acto profundo de verdadera humildad, un acto que haya tenido honda repercusión en toda la vida. Cuando un alma ha reconocido frecuentemente y prácticamente que toda su existencia depende absolutamente de Dios, que no subsiste más que por El, que ella no practica el bien sino por su gracia, que produce en nosotros el querer y el obrar; que no se dirige bien más que por su luz, que no ha hecho por sí misma otra cosa que pecar a cada momento, que es una sierva inútil y .despreciable, entonces llega generalmente a recibir la gracia de que estamos hablando.
Es un obstáculo casi insuperable para
el reposo quieto y pacífico de la contemplación. Es cierto que, si esas
ocupaciones son del todo necesarias o impuestas por la obediencia, Dios no
puede castigar el cumplimiento del deber; pero con frecuencia nos sobrecargamos
voluntariamente de ocupaciones innecesarias, cuando no inútiles del todo, y
esto representa una lamentable equivocación; dejamos el oro por el oropel, la
unión con Dios por el servicio de las criaturas, nuestros grandes intereses
eternos por la satisfacción de nuestros gustos y caprichos del momento.
«Procure dar de mano—advierte Santa Teresa—a las cosas y negocios no
necesarios, cada uno conforme a su estado. Que es cosa que le importa tanto
para llegar a la morada principal, que, si no comienza a hacer esto, lo tengo
por imposible».(Moradas primeras 2,14).
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