Páginas

domingo, 19 de julio de 2020

Capítulo X: La vida de oración



Corazón de Santa Teresa de Jesús y la prueba de la transverberación:

Lo sorprendente de este fenómeno místico es que… Cuando la santa murió se le hizo la autopsia correspondiente. En esta se informó algo sorprendente: su corazón tenía una cicatriz. Era una herida larga y profunda. Demostrando así que su herida de Amor por Dios, donde un ángel le traspasa el corazón, fue real, he aquí el testimonio de Santa Teresa:

“Vi a mi lado a un ángel que se hallaba a mi izquierda, en forma humana. Confieso que no estoy acostumbrada a ver tales cosas, excepto en muy raras ocasiones. Aunque con frecuencia me acontece ver a los ángeles, se trata de visiones intelectuales, como las que he referido más arriba... El ángel era de corta estatura y muy hermoso; su rostro estaba encendido como si fuese uno de los ángeles más altos que son todo fuego. Debía ser uno de los que llamamos querubines . . . Llevaba en la mano una larga espada de oro, cuya punta parecía una ascua encendida.

 Me parecía que por momentos hundía la espada en mi corazón y me traspasaba las entrañas y, cuando sacaba la espada, me parecía que las entrañas se me escapaban con ella y me sentía arder en el más grande amor de Dios. El dolor era tan intenso, que me hacía gemir, pero al mismo tiempo, la dulcedumbre de aquella pena excesiva era tan extraordinaria, que no hubiese yo querido verme libre de ella”.

Continuando con nuestro maravilloso estudio y profundización de la vida de oración, en el presente capitulo abordaremos el séptimo grado: la oración de unión con Dios y su naturaleza. Aquellos que han alcanzado este alto grado de unión con Dios y su contemplación infusa todas las potencias interiores están cautivas y ocupadas en Dios.

En la oración de quietud que tratamos en le capitulo IX; solamente quedaba cautiva la voluntad; en el sueño de las potencias se unía también el entendimiento, pero quedaban en libertad la memoria e imaginación, que le daban al alma mucha guerra.

En la oración de unión, todas las potencias interiores, incluso la memoria y la imaginación, quedan cautivas. Sólo quedan libres—aunque imperfectamente—los sentidos corporales exteriores, que quedarán cautivos también al sobrevenir el siguiente grado de oración—la unión extática—, que en este solo detalle (aparte del grado de intensidad de la luz contemplativa) se diferencia de esta oración de unión

La intensidad de la experiencia mística que produce la oración de unión es indecible. Es incomparablemente superior a la de los grados anteriores, hasta el punto de que tiene sobre el mismo cuerpo una influencia profunda, rayana en el éxtasis. Los sentidos exteriores, sin perderse del todo, acusan fuertemente la sublime elevación del alma, que casi los desampara y abandona. He aquí cómo expresa estas cosas la gran Santa de Ávila:

«Estando así el alma buscando a Dios, siente, con un deleite grandísimo y suave, casi desfallecer toda con una manera de desmayo que le va faltando el huelgo y todas las fuerzas corporales, de manera que, si no es con mucha pena, no puede aún menear las manos; los ojos se le cierran sin quererlos cerrar, o sí los tiene abiertos, no ve casi nada; ni si lee acierta a decir letra, ni casi atina a conocerla bien; ve que hay letra, más como el entendimiento» no ayuda, no la sabe leer aunque quiera; oye, mas no entiende lo que oye.

Así que de los sentidos no se aprovecha nada, si no es para no acabarla de dejar a su placer, y así antes la dañan. Hablar es por demás, que no atina a formar palabra, ni hay fuerza, ya que atinase, para poderla pronunciar; porque toda la fuerza exterior se pierde y se aumenta en las del alma para mejor poder gozar de su gloria. El deleite exterior que se siente es grande y muy conocido. Esta oración no hace daño por larga que sea»

No hay uniformidad entre los autores para designar este grado de oración. Santa Teresa emplea simplemente la palabra unión, sin más (oración de unión). Otros la llaman unión simple, para significar este grado especial, distinto de los demás estados místicos en los que se da también unión con Dios. Otros, finalmente, la denominan unión plena, para significar que En ella todas las potencias del alma están unidas con Dios.

Es preciso confesar que ninguna de estas expresiones es del todo exacta. La misma Santa Teresa tiene el inconveniente de sugerir la idea de que en las oraciones místicas anteriores no había unión del alma con Dios, lo cual es enteramente contrario a la verdad y al mismo pensamiento de Santa Teresa. La segunda es inexacta también, y acaso le convendría mejor a la simple oración de quietud (es la unión mística con Dios más simple y sencilla de todas),

Y la tercera nos parece que debe reservarse para el grado siguiente (unión extática), donde únicamente se da la unión plena de todas las potencias espirituales y corporales, interiores y exteriores. A falta, pues, de una terminología más precisa y exacta, nosotros preferimos mantener la sencilla expresión de Santa Teresa, aun reconociendo que no es del todo perfecta. Acaso la Santa se dio cuenta también de ello, pero no quiso inventar una palabra nueva o no la encontró, aunque lo intentara. En fin, de cuentas, las expresiones ambiguas tienen el sentido que en un momento dado se les quiere dar, y todo el mundo sabe perfectamente lo que Santa Teresa quiere decir cuando habla de oración de unión.

Nótese cuan profundamente psicológica es la admirable clasificación teresiana de los grados de oración mística. Cada vez el fenómeno contemplativo va afectando a mayor número de potencias hasta “avasallarlas todas”. Y cuando lo ha conseguido plenamente, ya no falta más que la permanencia de esa unión (unión transformativa o matrimonio espiritual).

 Dentro de estas líneas fundamentales caben infinidad de matices y los fenómenos se alternan y entremezclan, de manera que, a veces, se encuentran en los grados inferiores manifestaciones transitorias de los superiores y en estos últimos se producen como baches o descensos a los inferiores.

Pero, puestos a clasificar con algún orden estas manifestaciones estupendas de la vida sobrenatural superior, apenas cabe imaginar nada más perfecto y acabado que las admirables descripciones de Santa Teresa. Capitulo X: La vida de Oración.

Características esenciales de la oración de unión:

Presenta las siguientes características esenciales, que son, a la vez, las señales para conocerla y distinguirla de otros fenómenos más o menos parecidos:

1- Ausencia de distracciones: Mientras permanece en este grado de oración, el alma no se distrae jamás. La razón es muy sencilla: las potencias culpables de las distracciones son la memoria y la imaginación, que quedan aquí plenamente cautivas y absortas en Dios. Son aquellas «maripositas de las noches, importunas y desasosegadas», que tanta guerra dan al alma en las oraciones pasadas, que «aquí se les queman las alas» en el fuego inmenso de la unión con Dios. Caben—ya lo hemos dicho—ciertas alternativas y altibajos en esta oración, descendiendo a los grados inferiores y volviendo a remontarse a la unión. En estas alternativas o descensos caben las distracciones—la memoria y la imaginación recobran de momento la libertad—, pero mientras el alma está en verdadera unión, la distracción es psicológicamente imposible.

2- Certeza absoluta de haber estado unida el alma con Dios: Durante el fenómeno contemplativo, el alma nunca duda de que está íntimamente unida con Dios, a quien siente de una manera inefable. Pero, al salir de la oración, en los grados anteriores a éste le quedan al alma ciertas dudas o temores sobre si estuvo o no verdaderamente con Dios, si fué antojo suyo, si tal vez la engañó el demonio dándole aquellas ternuras sensibles, etc. En la oración de unión, en cambio, la certeza de haber estado con Dios es tan plena y absoluta que Santa Teresa llega a decir que, si el alma no la siente plenamente, no ha tenido verdadera oración de unión.  He aquí sus palabras:

«Fija Dios a sí mismo en lo interior de aquella alma, de manera que, cuando torna en sí, en ninguna manera puede dudar que estuvo en Dios y Dios en ella. Con tanta firmeza le queda esta verdad, que, aunque pasen años, sin tornarle Dios a hacer aquella merced, ni se le olvida ni puede dudar que estuvo». Y un poco más abajo añade: «Y quien no quedare con esta certidumbre, no diría yo que es unión de toda el alma con Dios, sino de alguna potencia, y otras muchas maneras de mercedes que hace Dios al alma».

El demonio no puede contrahacer o falsificar esta oración. Tanto es así, que Santa Teresa cree que ni siquiera conoce la existencia de esta oración tan íntima y secreta. He aquí sus palabras: «Y osaré afirmar que, si verdaderamente es unión de Dios, que no puede entrar el demonio ni hacer ningún daño; porque está Su Majestad tan junto y unido con la esencia del alma, que no osará llegar ni aun debe de entender este secreto. Y está claro; pues dicen que no entiende nuestro pensamiento, menos entenderá cosa tan secreta, que aún no la fía Dios de nuestro pensamiento. ¡Oh, gran bien, estado adonde este maldito no nos hace mal!».

3. Ausencia de cansancio: comprende sin esfuerzo. El alma está saboreando con deleites inefables unas gotitas de cielo que han caído sobre ella. Esto no puede cansarla ni fatigarla por mucho rato que dure. Y así dice Santa Teresa: «Esta oración no hace daño por larga que sea; al menos a mí nunca me le hizo, ni me acuerdo hacerme el Señor ninguna vez esta merced —por mala que estuviese—que sintiese mal, antes quedaba con gran mejoría. Mas ¿qué mal puede hacer tan gran bien.

+Efectos y fenómenos contemplativos en la oración de unión con Dios:

Santa Teresa recoge los principales en un capítulo admirable (Moradas Quintas). Después de comparar la profunda transformación del alma a la que experimenta un gusano de seda, que se convierte en «una mariposica blanca muy graciosa», escribe la insigne Reformadora del Carmelo:

«Oh grandeza de Dios, y cuál sale un alma de aquí de haber estado un poquito metida en la grandeza de Dios y tan junta con El; que, a mi parecer, ¡nunca llega a media hora! Yo os digo de verdad que la misma alma no se conoce a sí; porque mirad la diferencia que hay de un gusano feo a una mariposica blanca, que la misma hay acá. No sabe de dónde pudo merecer tanto bien; de dónde le pudo venir, quise decir, que bien sabe que no le merece.  con un deseo de alabar al Señor, que se querría deshacer y de morir por El mil muertes.

Luego le comienza a tener de padecer grandes trabajos sin poder hacer otra cosa. Los deseos de penitencia grandísimos, el de soledad, el de que todos conociesen a Dios, y de aquí le viene una pena grande de ver que es ofendido. Y aunque en la morada que viene se tratará más de estas cosas en particular, porque, aunque casi lo que hay en esta morada y en la que viene después es todo uno, es muy diferente la fuerza de los efectos; porque, como he dicho, si después que Dios llega a un alma aquí se esfuerza a ir adelante, verá grandes cosas”. Y sigue la Santa describiendo el estado interior de esta alma afortunada, a quien «hanle nacido alas» para volar hasta Dios. Precisamente estos efectos tan sobrenaturales son la mejor marca y garantía de la legitimidad de su oración y de su experiencia inefable.

Vamos a recoger aquí algunos fenómenos contemplativos—distintos, por consiguiente, de las gracias gratis dadas, que no son santificadoras de suyo—, que no se producen jamás en u n momento determinado de la vida espiritual, y no antes o después. Como gracias transitorias que son, Dios las concede cuando le parece, y a veces cuando más descuidada o distraída está el alma.

Con todo, lo más frecuente y ordinario es que no se produzcan—al menos en un grado relativo de intensidad— hasta que el alma ha sido elevada por Dios a este grado de oración de unión que estamos estudiando. Por eso los incluimos aquí, aunque puedan producirse imperfectamente antes y se den nuevamente después en grado perfectísimo de intensidad. Los principales son cuatro: Los toques místicos, los ímpetus, las heridas y las llagas de amor.

De todos ellos hablan maravillosamente San Juan de la Cruz y Santa Teresa. Nada puede suplir a la lectura directa de sus magistrales descripciones. Aquí nos vamos a limitar a u n brevísimo resumen de su pensamiento.

a) Los toques místicos: Son una especie de impresión sobrenatural casi instantánea, que le da al alma la sensación de haber sido tocada por el mismo Dios. El contacto divino, con ser instantáneo, deja saborear al alma un deleite inefable, imposible de describir. El alma suele lanzar un grito y muchas veces cae desmayada o en éxtasis. El alma comprende entonces aquel sublime verso de San Juan de la Cruz: «¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado, que a vida eterna sabe y toda deuda paga!»

Estos toques puede recibirlos el alma en grados muy distintos de intensidad. Dios, más íntimamente presente al alma que ella misma, puede tocar y mover desde dentro al fondo mismo de sus facultades por un contacto espiritual que aparece como divino.

Este fondo del alma—de que gustan hablar los místicos—es llamado también cima del espíritu, adonde no llega jamás el estrépito de las cosas exteriores.  La conducta del alma con relación a estas gracias divinas ha de ser la que recomienda San Juan de la Cruz. Dice que no ha de procurarlas—sería vano empeño por otra parte—, a fin de no dar entrada a los antojos de la imaginación o a las falsificaciones del demonio; sino «hágase resignada, humilde y pasiva en ellas, que, pues pasivamente las recibe de Dios, él se las comunicará, cuando él fuere servido, viéndola humilde y desapropiada. Y de esta manera no impedirá en sí el provecho que estas noticias hacen para la divina unión, que es grande, porque todos éstos son toques de unión, la cual pasivamente se hace en el alma» (Subida al Monte Carmelo 11,32,4).

Los más sublimes son los que San Juan de la Cruz—y los místicos alemanes antes que él—llama «toques substanciales», que no son, sin embargo, verdaderos toques de substancia a substancia, sino a través de las potencias; pero se producen de una manera tan sutil y delicada, que al alma le parece que han sido directamente de substancia a substancia.

En realidad, se ejercen en lo más hondo del entendimiento y de la voluntad, allí donde estas facultades arraigan en la substancia del alma, de donde emanan. La substancia misma del alma nada siente sino a través de sus facultades; pero Dios, más íntimamente presente al alma que ella misma, puede tocar y mover desde dentro al fondo mismo de sus facultades por un contacto espiritual que aparece como divino. Este fondo del alma—de que gustan hablar los místicos—es llamado también cima del espíritu, adonde no llega jamás el estrépito de las cosas exteriores.

La conducta del alma con relación a estas gracias divinas ha de ser la que recomienda San Juan de la Cruz. Dice que no ha de procurarlas—sería vano empeño por otra parte—, a fin de no dar entrada a los antojos de la imaginación o a las falsificaciones del demonio; sino «hágase resignada, humilde y pasiva en ellas, que, pues pasivamente las recibe de Dios, él se las comunicará, cuando él fuere servido, viéndola humilde y desapropiada. Y de esta manera no impedirá en sí el provecho que estas noticias hacen para la divina unión, que es grande, porque todos éstos son toques de unión, la cual pasivamente se hace en el alma» (Subida al Monte Carmelo 11,32,4).

b) Los ímpetus, como su nombre lo indica, son impulsos fuertísimos e inesperados de amor de Dios que dejan al alma con un hambre y sed de amor tan devoradoras, que le parece que no podría saciarla, aunque pudiera abrasar la creación entera en las llamas del divino amor. A veces, el simple oír el nombre de Dios o un cantarcillo espiritual, o cualquiera otra cosa por el estilo, levanta súbitamente en su corazón un ímpetu tan grande de amor, que con frecuencia el pobre cuerpo no lo puede resistir y sobreviene el éxtasis. Ya se comprende que esta gracia es altamente santificadora, pues arranca del alma actos de caridad intensísimos. Además, no hace daño ninguno a pesar de su violencia.

***Cuando los ímpetus proceden de nuestro esfuerzo personal quebrantan terriblemente las fuerzas corporales y es menester moderarlos, si no se quiere incurrir en lamentables extravíos; pero cuando los infunde Dios pasivamente, hieren al alma con grandísima suavidad y deleite, aumentándole increíblemente sus fuerzas y energías.

He aquí, según Santa Teresa, cómo debe conducirse el alma con relación a unos y otros:

«Quien no hubiere pasado estos ímpetus tan grandes, es imposible poderlo entender, que no es desasosiego del pecho ni unas devociones que suelen dar muchas veces, que parece ahogan el espíritu, que no cabe en sí. Esta es oración más baja, y hanse de evitar estos aceleramientos con procurar con suavidad recogerlos dentro en sí y acallar el alma.  Que es esto como unos niños que tienen un acelerado llorar, que parece van a ahogarse, y, con darlos a beber, cesa aquel demasiado sentimiento. Así acá; la razón ataje a encoger la rienda, porque podría ser ayuda el mismo natural; vuelva la consideración con temer no es todo perfecto, sino que puede ser mucha parte sensual, y acalle este niño con un regalo de amor que le haga mover a amar por vía suave y no a puñadas, como dicen. 

Que recojan este amor dentro y no como olla que cuece demasiado, porque se pone la leña sin discreción y se vierte toda, sino que moderen la causa que tomaron para ese fuego y procuren matar la llama con lágrimas suaves y no penosas, que lo son las de estos sentimientos, y hacen mucho daño. Yo las tuve algunas veces a los principios, y dejábanme perdida la cabeza y cansado el espíritu, de suerte que otro día y más no estaba para tornar a la oración. Así que es menester gran discreción a los principios para que vaya todo con suavidad y se muestre el espíritu a obrar interiormente; lo exterior se procure mucho evitar.

No ponemos nosotros la leña, sino que parece que, hecho ya el fuego, de presto nos echan dentro para que nos quememos. No procura el alma que duela esta llaga de la ausencia del Señor, sino hincan una saeta en lo más vivo de las entrañas y corazón a las veces, que no sabe el alma qué ha ni qué quiere.».

Es de suma importancia recalcar que El alma, con relación a estos últimos ímpetus del amor de Dios, no tiene sino dejarse llevar por el espíritu de Dios, sin ofrecerle resistencia ni quererle trazar el camino. Que haga de ella lo que quiera en el tiempo y en la eternidad.

c) Las heridas de amor: según San Juan de la Cruz, son «unos escondidos toques de amor que, a manera de saeta de fuego, hieren y traspasan el alma y la dejan toda cauterizada con fuego de amor». Y Santa Teresa escribe hablando de ellas: «Otra manera harto ordinaria de oración es una manera de herida que parece al alma como si una saeta la metiesen por el corazón, o por ella misma. Así, causa un dolor grande que hace quejar, y tan sabroso, que nunca querría le faltase... Otras veces parece que está herida del amor sale de lo íntimo del alma.

Los efectos son grandes, y cuando el Señor no lo da, no hay remedio, aunque más se procure, ni tampoco dejarlo de tener cuando Él es servido de darlo. Son como unos deseos de Dios tan vivos y tan delgados, que no se puede decir: y como el alma se ve atada para no gozar como querría de Dios, dale un aborrecimiento grande con el cuerpo y parécele como una gran pared que la estorba para que no goce su alma de lo que entiende entonces, a su parecer, que goza en sí sin embargo del cuerpo. Entonces ve el gran mal que nos vino por el pecado de Adán en quitar esta libertad».

A veces esta herida de amor, que ordinariamente es de orden puramente espiritual e interior, se manifiesta también al exterior, traspasando físicamente el corazón de carne (transverberación de Santa Teresa) o apareciendo las llagas en las manos, pies y costado. Este aspecto exterior cae de lleno en la esfera de las gracias gratis dadas. No santifica más al alma que el puramente interno y suele incluso ser menos intenso y deleitable, como explica San Juan de la Cruz. Lo exterior es más espectacular, pero vale siempre infinitamente menos que lo puramente interior y espiritual.

Los efectos de estas heridas de amor son admirables. El alma arde en deseos de que se le rompan las ataduras del cuerpo para volar libremente a Dios. Ve claramente que la tierra es un destierro, y no comprende a los que desean vivir largos años en ella. Es lo que experimentaba San Pablo cuando expresaba su deseo de morir para estar con Cristo (Filipenses 1,23) y los dos sublimes Reformadores del Carmelo cuando componían sus coplas «que muero porque no muero».

d) Las llagas de amor: son un fenómeno parecido a las heridas, aunque más hondo y duradero todavía. San Juan de la Cruz distingue herida, y por eso dura más, porque es como herida ya vuelta en llaga, con lo cual se siente el alma verdaderamente andar llagada de amor». La herida —explica todavía el Santo—le nace al alma de las noticias del Amado que recibe de las criaturas, que son las obras más bajas de Dios; la llaga se la causan las noticias de las obras de la encarnación del Verbo y misterios de la fe, que son mayores obras de Dios que las naturales.

Los efectos son parecidos a los de la herida, aunque son más mucho más   fuertes que el   dolor físico y moral todavía de amor. El alma se queja amorosamente a Dios de que no la acabe de matar llevándola consigo al cielo. Es preciso leer el admirable comentario a las estrofas 9, 10 y 11 del Cántico espiritual («¿Por qué, pues, has llagado —aqueste corazón, no le sanaste?»; «Apaga mis enojos, pues que ninguno basta a deshacellos», y «Descubre tu presencia, y máteme tu vista y hermosura...»), donde el Doctor Místico expone los sentimientos inefables del alma llagada que vive muriendo de amor por Dios.

Nota: Las citas textuales tomadas de los tratados de San Juan de la Cruz y Santa teresa, fueron escritos en un castellano antiguo.

 

+++ Bendiciones.


domingo, 21 de junio de 2020

Capítulo IX: La vida de oración



En la Cruz esta la vida y el consuelo.      (Santa Teresa de Ávila).

Expuesta ya someramente la teoría general de la contemplación y sus principales cuestiones complementarias, pasemos ahora a la exposición de los principales grados en que suelen dividirla los autores en la obra de las huellas de Santa Teresa. El primero de ellos—recogimiento infuso—es el quinto y el  sexto grado es la oración de quietud  con relación al conjunto total de los grados de oración. Vamos a continuar esta enumeración única para que aparezca más clara la maravillosa unidad de la vida espiritual y la transición insensible de la ascética a la mística.

El recogimiento infuso como lo habíamos tratado en el Capitulo VIII; suele presentar diversos fenómenos antecedentes o subsiguientes que no se distinguen substancialmente de esta oración, ya que no son otra cosa que su preparación inmediata o simples efectos de la misma. Los principales, según el Padre. Arintero  (Grados de oración), son:

a) Una viva presencia de Dios sobrenatural o infusa que precede ordinariamente al recogimiento en cuanto tal. Santa Teresa habla de ella expresamente.

b) Una admiración deleitosa que ensancha el alma y la llena de gozo y alegría al descubrir en Dios tantas maravillas de amor, de bondad y de hermosura.

c) Un profundo silencio espiritual, en que ella se queda atónita, absorta, abismada y como anonadada ante tanta grandeza.

d) Luces vivísimas sobre Dios y sus misterios. En un momento y sin trabajo alguno adquiere el alma unas luces tan grandes como no hubiera podido lograrlas en años enteros de estudio y meditación.

El director espiritual tiene que adiestrar al alma que empieza a recibir las primeras luces contemplativas para que no les ponga el menor obstáculo y saque de ellas el máximo rendimiento espiritual. No pocos esfuerzos tendrá que hacer el director para convencer al alma de que debe abandonarse inmediatamente a la acción de Dios apenas comience a notarla.

La mayoría de las almas son en este punto muy desobedientes y recalcitrantes. Acostumbradas a sus rezos vocales y a sus ejercicios discursivos, les parece que pierden el tiempo y quedan con escrúpulo si los omiten, siendo así que Santa Teresa tenía por gran ganancia esta pérdida No advierten—-en efecto—que vale más y deja al alma mucho más rica y santificada un pequeño toquecito interior del Espíritu Santo, por insignificante que sea, que todos los ejercicios habidos y por haber que se les ocurran y realicen por propia iniciativa.

Entregarse con toda el alma a la vida interior. —El alma que ha recibido estas primeras comunicaciones místicas es señal de que Dios la tiene predestinada para grandes cosas. Si no queda por su culpa, llegará muy arriba en la montaña del amor. Plenamente convencida de la necesidad de una exquisita correspondencia a la gracia, el alma debe romper definitivamente con las mil bagatelas que la tienen todavía atada a la tierra y darse de lleno y con todas sus fuerzas a la práctica de la virtud. Ha de insistir principalmente en:

+ El recogimiento habitual, en el silencio interior y exterior, en la mortificación de los sentidos,

+En el desprendimiento absoluto y total de las cosas de la tierra, en la humildad profunda y, sobre todo, en el amor ardiente Dios, que informe y vivifique todo cuanto haga.

+ En la Entrega de lleno a la vida de oración y permanencia vigilante y atenta a la voz suavísima de Dios, que la llamará con frecuencia—si le es fiel—al reposo santo de la contemplación. Guárdese, sin embargo, de forzar las cosas. Dios llegará a su hora; pero mientras tanto haga con suavidad y sin violencia todo cuanto pueda con ayuda de la gracia ordinaria.

 La Oración de Quietud

 La Naturaleza de La oración de quietud consiste en un sentimiento íntimo de la presencia de Dios que cautiva la voluntad y llena al alma y al cuerpo de una suavidad y deleite verdaderamente inefables.

 Oigamos a Santa Teresa: «De este recogimiento viene algunas veces una quietud y paz interior muy regalada, que está el alma que no le parece le falta nada, que aun el hablar le cansa, digo el rezar y el meditar; no querría sino amar. Dura rato y aun ratos».

«Es ya cosa sobrenatural y que no la podemos procurar nosotros por diligencias que hagamos; porque es un ponerse el alma en paz o ponerla el Señor con su presencia, por mejor decir... Entiende el alma, por una manera muy fuera de entender con los sentidos exteriores, que está ya junto cabe su Dios, que, con poquito más, llegará a estar hecha una misma cosa con El por unión... Siéntese grandísimo deleite en el cuerpo y grande satisfacción en el alma.

Estos deleites espirituales son diferentísimos de los consuelos de la oración ordinaria o ascética. Santa Teresa pone el bello símil de las dos pilas o estanques de agua. Al uno viene el agua de muy lejos «por muchos arcaduces y artificio», y entra en él con mucho ruido y alboroto; son los consuelos sensibles de la oración ascética. El otro «está hecho en el mismo nacimiento del agua va sin ningún ruido»; esta es la oración mística de quietud.

La diferencia fundamental entre esta oración de quietud y la de recogimiento infuso que la precedió—aparte, naturalmente, de la mayor intensidad de luz contemplativa y de los deleites mucho más intensos—es que el recogimiento infuso era como una invitación de Dios a reconcentrarse en el interior del alma donde quiere El comunicarse. La quietud va más lejos: comienza a darle al alma la posesión, el goce fruitivo del soberano Bien.

El recogimiento afecta principalmente al entendimiento (que recoge o atrae hacia sí a todas las demás potencias), mientras que la quietud afecta, ante todo, a la voluntad. El entendimiento y la memoria, aunque sosegados y tranquilos, están libres para pensar en lo que está ocurriendo; pero la voluntad está plenamente cautiva y absorta en Dios. Lo dice expresamente Santa Teresa:

«No le parece hay más que desear; las potencias sosegadas, que no querrían bullirse; todo parece le estorba a amar, aunque no tan perdidas, porque pueden pensar en cabe quién están, que las dos están libres. La voluntad es aquí la cautiva, y si alguna pena puede tener estando así, es de ver que ha de tornar a tener la libertad. El entendimiento no querría entender más de una cosa, ni la memoria ocuparse en más; aquí ven que ésta sola es necesaria, y todas las demás la turban.

El cuerpo no querría se menease, porque les parece han de perder aquella paz, y así no se osan bullir; dales pena el hablar; en decir Padre nuestro una vez, se les pasará una hora. Están tan cerca, que ven que se entienden por señas. Están en el palacio cabe su Rey y ven que las comienza ya a dar aquí su reino; no parece están en el mundo ni le querrían ver ni oír, sino a su Dios; no les da pena de nada, ni parece se la ha de dar. En fin, lo que dura, con la satisfacción y deleite que en sí tienen, están tan embebidas y absortas, que no se acuerdan que hay más que desear, sino que de buena gana dirían con San Pedro: «Señor, hagamos aquí tres moradas»

La quietud, pues—como su mismo nombre lo indica—, tiende de suyo al silencio y reposo contemplativo. Sin embargo, como el entendimiento y las potencias orgánicas están libres, pueden ocuparse en las obras de la vida activa, y así lo hacen frecuentemente con mucha intensidad. En estos casos, la voluntad no pierde del todo su dulce quietud—aunque suele debilitarse algo—y comienzan a juntarse Marta y María, como dice hermosamente Santa Teresa. Claro que esto no se consigue del todo hasta que el alma llega a la cumbre de la unión con Dios.

Efectos en el alma de la oración de quietud: Son admirables los efectos santificadores que produce en el alma la oración de quietud. Santa Teresa expone algunos de ellos en un párrafo admirable que, para mayor claridad, vamos a descomponerlo en sus ideas principales:

a) Una gran libertad de espíritu: «Un dilatamiento o ensanchamiento en el alma... para no estar tan atada como antes en las cosas del servicio de Dios, sino con mucha más anchura».

b) Temor filial de Dios, con miedo de ofenderle: «Así en no apretarse con el temor del infierno, porque, aunque le queda mayor de no ofender a Dios, el servil piérdese aquí».

c) Gran confianza de eterna salvación: «Queda con gran confianza que le ha de gozar».

d) Amor a la mortificación y trabajos: «El (temor) que solía tener, para, hacer penitencia, de perder la salud, ya le parece que todo lo podrá en Dios; tiene más deseos de hacerla que hasta allí. El temor que solía tener a los trabajos los pasa por Dios, Su Majestad le dará gracia para que los sufra con paciencia; y aun algunas veces los desea, porque queda también una gran voluntad de hacer algo por Dios».

e) Profunda humildad: «Como va más conociendo su grandeza (la de Dios), tiénese ya por más miserable».

f) Desprecio de los deleites terrenos: «Como ha probado ya los gustos de Dios, ve que es una basura los del mundo; el alma se va poco a poco apartando de ellos y es más señora de sí para hacerlo».

g) Crecimiento en todas las virtudes: «En fin, en todas las virtudes queda mejorada y no dejará de ir creciendo, si no torna atrás ya a hacer ofensas de Dios, porque entonces todo se pierde, por subida que esté un alma en la cumbre».

Fenómenos que acompañan a la oración de Quietud: —En torno a la oración de quietud suelen girar otros fenómenos contemplativos, que no son sino efectos y manifestaciones de los distintos grados de intensidad por ella alcanzados. Los principales son: El sueño de las potencias y la embriaguez de amor.

a) El sueño de las potencias del Alma. —Santa Teresa, en el libro de su Vida, considera como un grado de oración superior y distinto de la quietud el llamado sueño de las potencias, que constituye un simple efecto de la quietud en su grado máximo de intensidad.

A esto último nos atenemos. Según la misma Santa Teresa, este fenómeno «es un sueño de las potencias que ni del todo se pierden ni entienden cómo obran. El gusto y suavidad y deleite es más sin comparación que lo pasado; es que da el agua a la garganta a esta alma de la gracia, que no puede ya ir adelante, ni sabe cómo, ni tornar atrás; querría gozar de grandísima gloria. Es como uno que está con la candela en la mano, que le falta poco para morir muerte que la desea; está gozando en aquella agonía con el mayor deleite que se puede decir. No me parece que es otra cosa sino un morir casi del todo a todas las cosas del mundo y estar gozando de Dios. Yo no sé otros términos cómo decirlo, ni cómo declararlo, ni entonces sabe el alma qué hacer; porque ni sabe si hable, ni si calle, ni si ría, ni si llore. Es un glorioso desatino, una celestial locura, adonde se aprende la verdadera sabiduría, y es deleitosísima manera de gozar el alma».

b)La embriaguez de amor—Los deleites intensísimos del sueño de las potencias llegan a veces a producir una especie de divina embriaguez, que se manifiesta al exterior en forma de verdaderas locuras de amor, que mueven al alma a dar gritos y saltos de alegría, a entonar cánticos de alabanza o expresar en inspirados versos el estado interior de su espíritu.

«¡Oh, ayudame Dios—exclama Santa Teresa—Cuál está un alma, cuando está así! Toda ella querría fuesen lenguas para alabar al Señor. Dice mil desatinos santos, atinando siempre a contentar a quien la tiene así. Yo sé persona—es ella misma— que, con no ser poeta, que le acaecía hacer de presto coplas muy sentidas declarando su pena bien... Todo su cuerpo y alma querría se despedazase para mostrar el gozo que con esta pena siente. ¿Qué se le pondrá entonces delante de tormentos que no le fuese sabroso pasarlos por su Señor?

Como se ve, estos fenómenos son altamente santificadores del alma y están muy lejos de pertenecer al capítulo de las gracias gratis dadas, como las visiones y revelaciones. Es, sencillamente, la contemplación infusa en un grado muy notable de intensidad, que está, sin embargo, lejos todavía de sus manifestaciones supremas. Hasta la unión transformativa le queda al alma todavía mucho trecho que andar, pero con sus fuerzas y luces actuales «le parece que ya no queda nada más que desear».

El principal aviso que da Santa Teresa es no dejarse embeber demasiado para no quedarse en una especie de modorra y atontamiento, que podría degenerar en lamentables desequilibrios mentales que se les parece arrobamiento., que no es otra cosa más de estar perdiendo tiempo allí y gastando su salud.

Los principales consejos especiales son: Tener cuidado con no confundir esos transportes de alegría espiritual con una efervescencia puramente natural, propia de espíritus impresionables o entusiastas—nótenlo los directores—; no dejarse llevar de esos ímpetus—sobre todo en público—, sino moderarlos lo más que se pueda; no creerse por ellos demasiado adelantados en la vida espiritual, que muchas veces están muy lejos de corresponder al grado de virtud alcanzado por el alma; humillarse profundamente y no entregarse jamás a la oración para buscar los consuelos de Dios, sino únicamente al Dios de los consuelos.

No dejar jamás la oración a pesar de todas las dificultades o tropiezos. —santa Teresa le concede a esto grandísima importancia. Para comenzado a sentir las primeras experiencias místicas abandonar o descuidar la. oración, que una misma falta grave de la que se levantara en seguida arrepentida y escarmentada. Es menester leer y discernir despacio, saboreándolos, sus párrafos inimitablemente.

El director insistirá siempre en la necesidad de practicar las virtudes—que es lo que verdaderamente santifica al alma—y concederá poquísima importancia a todas estas otras cosas, sobre todo si ve que el dirigido se la concede demasiado o empieza a descubrir en él algún repunte de vanidad; que no será fácil si las comunicaciones son verdaderamente de Dios, pues éstas dejan siempre al alma sumergida en un océano de humildad. Esta es la gran señal para distinguir el oro del oropel o si verdaderamente las inspiraciones proceden de Dios, del Maligno o de nuestra propia naturaleza.

 

+++ Bendiciones.



lunes, 18 de mayo de 2020

Capítulo VIII: La vida de Oración.


Sabrás que cuando el alma está ya habituada al interior recogimiento y contemplación adquirida que hemos dicho, cuando ya está mortificada y en todo desea negarse a sus apetitos, cuando ya muy de veras abraza la interior y exterior mortificación y quiere muy de corazón morir a sus pasiones y propias operaciones, entonces suele Dios tirarla, elevándola, sin que lo advierta, a un perfecto reposo, en donde suave e íntimamente le infunde su luz, su amor y fortaleza, encendiéndola e inflamándola con verdadera disposición para todo género de virtud. Miguel de Molinos (1628-1696).

La contemplación infusa y pasiva y sus maravillosos efectos:
 Recordemos lo tratado en el Capitulo III. En relación a los grados de la Vida de Oración  de acuerdo la Siguiente esquema:

Según Santa Teresa; Los tres primeros grados pertenecen a la vía ascética, que comprende las tres primeras moradas del Castillo interior; el cuarto señala el momento de transición de la ascética a la mística, y los otros cinco pertenecen a la vía mística, que comienza en las cuartas moradas llega hasta la cumbre del castillo (santidad consumada).

El paso de los grados ascéticos a los místicos se hace de una manera gradual e insensible, casi sin darse cuenta el alma, como veremos ampliamente en su lugar; son estas las etapas fundamentales del camino de la perfección, que van sucediéndose con espontánea naturalidad, poniendo claramente de manifiesto la unidad de la vida espiritual y la absoluta normalidad de la mística, a la que todos estamos llamados, y a la que llegarán de hecho todas las almas que no pongan obstáculo a la acción de la gracia y sean enteramente fieles a las divinas mociones del Espíritu Santo.

Ahora bien, cabe preguntar: ¿en qué estado de perfección es la fe principio de la contemplación o Recogimiento infuso? Las virtudes teologales (Fe, Esperanza y Caridad); están o pueden estar en un triple estado; vamos a clasificar para ilustrar desde el punto de vista didáctico el orden o estado del camino ascético y místico en que nos encontramos:

1-En los incipientes o principiantes: Todavía permanecen en ellos las manchas del pecado, ni están todavía en paz y sosiego, aunque tengan el principio de ello, en cuanto están en gracia y poseen los hábitos infusos de las virtudes y dones.

 2.- En los proficientes o adelantados: Tienen ciertamente los dones y las virtudes algo más desarrollados que los principiantes, pero todavía en grado imperfecto, sin ejercer toda su virtualidad.

 3.- En los perfectos: Tienen los hábitos infusos perfectamente desarrollados. se adecúan perfectamente al sujeto; están en perfecta paz y quietud; pueden prorrumpir fácilmente en el acto sublime de la contemplación.

Estos tres estados corresponden a las tres vías tradicionales: Purgativa, iluminativa y Unitiva. Y se dan los tres en las virtudes teologales, en los dones -del Espíritu Santo y en las virtudes morales. Veamos ahora, en una nueva conclusión, la contestación a la pregunta formulada. Esta conclusión tiene tres partes, que vamos a probar por separado.

 Primera parte. No es en el estado incipiente, porque en él, aunque se posee el hábito de la fe, sus actos brotan con muy poca intensidad y firmeza a causa de las huellas y reliquias que dejaron en el alma los pasados pecados, de los que no está todavía suficientemente purificada. Ahora bien: la contemplación supone un acto vivísimo de fe, incompatible, de ley ordinaria con este estado de cosas. Decimos de ley ordinaria porque en absoluto no es del todo imposible un acto transitorio de contemplación infusa en los comienzos mismos de la vida espiritual, como vimos en otro lugar de este tratado.

 Segunda parte. No lo es perfectamente en el segundo (proficiente), porque, aunque en este estado—correspondiente a la vía iluminativa—comienzan ya las primeras manifestaciones de la contemplación infusa (recogimiento infuso, quietud y unión simple), sin embargo, todavía los hábitos infusos no están perfecta y totalmente connaturalizados con el sujeto de manera que puedan pronta y fácilmente producir el acto contemplativo en grado perfecto.

 Tercera parte Únicamente en este estado perfecto la fe y los dones están plenamente arraigados y connaturalizados con el sujeto. El acto contemplativo brota con grandísima facilidad y en grado intensísimo. Son las oraciones místicas, correspondientes a la vía unitiva: unión plena, unión extática y unión transformativa, en la que se realiza el llamado matrimonio espiritual entre Dios y el alma. Se produce una gran paz y quietud, estupor y pasmo ante las grandezas de Dios, silencio espiritual perfecto, embriagueces y deleites místicos, acompañados con frecuencia de epifenómenos y gracias extraordinarias. El alma queda transformada en Dios y puede exclamar con San Pablo: «para mí la vida es Cristo» (Flp. 1,21); o también: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal. 2,20).

1-Características psicológicas de la contemplación o recogimiento infuso:

Precisada ya teológicamente la naturaleza íntima de la contemplación infusa, vamos a recoger ahora las principales características de tipo psicológico y experimental que permiten reconocerla en la práctica y distinguirla de otros fenómenos del espíritu que pudieran parecérsele.

Algunos autores—entre los que destaca el Padre. Poulain en su obra; Des graces d'oraison pref. n.2. —se limitan exclusivamente a la exposición de este aspecto puramente psicológico y experimental de la contemplación, dejando completamente a un lado la investigación teológica de su naturaleza íntima. Esta actitud puede admitirse si como advierte expresamente el P. Poulain; se trata únicamente de presentar «un simple manual parecido a esos tratados de medicina práctica, que, sin perderse en altas teorías biológicas, enseñan buenamente a diagnosticar con rapidez cada enfermedad y a recetar el remedio conveniente»; pero es a todas luces insuficiente si se quiere presentar una obra verdaderamente científica.

No desdeñemos este aspecto psicológico de la contemplación (sería absurdo tratándose de una realidad eminentemente psicológica como ella es); pero nuestro modesto trabajo nos parecería muy incompleto si no hubiéramos examinado previamente sus fundamentos teológicos, únicamente de los cuales puede recibir solidez y consistencia. 

He aquí, pues, las principales características psicológicas que suele presentar en la práctica la contemplación infusa:

 2-La presencia de Dios Sentida. —El Padre. Poulain insiste mucho en esta nota, que considera la más importante y esencia! de la contemplación infusa. «La verdadera diferencia—dice—con los recogimientos de la oración ordinaria es que, en el estado místico, Dios no se contenta con ayudarnos a Pensar en El y a Recordarnos su presencia, sino que nos da un conocimiento intelectual experimental de esta presencia; en una palabra, nos hace sentir que entramos realmente en comunicación con El»

Los discípulos del Padre. Poulain repiten esta misma doctrina. Fué el Padre. Grandmaison  en su tratado (Religión personnelle p.178 ed. París 1927); quien propuso la siguiente fórmula, que ha hecho fortuna entre los autores: «Los místicos son los testigos de la presencia amorosa de Dios en nosotros».

3-La invasión de lo sobrenatural en el alma. —Es otra de las características más típicas y frecuentes, aunque no puede se fallar y falla de hecho en los intervalos de purificaciones pasivas. Cuando se produce—que es lo más ordinario—, el alma se siente invadida de una manera inequívoca e inefable por algo que no sabría expresar con precisión, pero que siente claramente que «a vida eterna sabe».

 Es la acción desbordada de los dones, que inundan al alma de vida sobrenatural. «El hombre—advierte el P. Grandmaison— tiene la impresión de entrar, no por un esfuerzo, sino por un llamamiento, en contacto inmediato, sin imagen, sin discurso, aunque no sin luz, con una Bondad infinita». El Padre. Poulain añade:

«En los estados inferiores al éxtasis no puede decirse que se vea a Dios, si no es en casos excepcionales; no se siente uno impulsado instintivamente a emplear la palabra ver. Lo que constituye, por el contrario, el fondo común de todos los grados de unión mística es que la impresión espiritual por la que Dios manifiesta su presencia le hace sentir algo así como una cosa interior de la que está penetrada el alma; es una sensación de imbebición, de fusión, de inmersión.

Para mayor claridad puede describirse lo que se siente designando esta sensación con el nombre de toque interior o Las almas experimentadas—en efecto—se sienten empapadas de lo sobrenatural como una esponja que se sumerge en el agua. Ello les produce deleites inefables «diferentísimos de los de acá» (Santa Teresa), aunque con mayor o menor intensidad según el grado de oración en que se encuentran y el grado de intensidad de la divina acción a través de los dones del Espíritu Santo.

El alma es el sujeto pasivo de una sublime experiencia que por sí sola no podría producir jamás. Los textos de los místicos experimentales—particularmente de Santa Teresa—son innumerables.

4-Imposibilidad absoluta de producir por nuestros propios esfuerzos una experiencia mística. —Esta es una de las notas más típicas y características, que tiene, además, la ventaja de no fallar nunca en ninguno de los estados de oración mística o contemplativa. El alma tiene conciencia clarísima de que la experiencia inefable de que está gozando no ha sido producida por ella, ni durará un segundo más de lo que quiera el misterioso agente que la está produciendo.

Causa de esta impotencia.: La razón de esta impotencia es muy sencilla. Como la contemplación es producida por los dones del Espíritu Santo iluminando la fe, y el hombre no puede actuar por sí mismo los dones, ya que no son instrumentos suyos—como las virtudes—, sino directa e inmediatamente del Espíritu Santo, sólo cuando Él quiera y mientras Él quiera se ponen en movimiento, no antes ni después.

El Padre. Poulain, siguiendo su estilo de prescindir de las explicaciones teológicas para describir psicológicamente los hechos, pone un símil muy gráfico y expresivo. Helo aquí con sus mismas palabras:

«Las tesis que acabamos de exponer nos hacen entrever por qué la unión mística no está a nuestra disposición como la oración ordinaria. Esto obedece a que esta unión nos da una posesión experimental de Dios. Una comparación hará comprender esta explicación. Si un amigo mío se oculta detrás de un muro, puedo siempre pensar en él cuando me plazca. Pero si quiero entrar realmente en relación con él, mi voluntad no basta; es preciso que el muro desaparezca.

De semejante manera, Dios está oculto. Con ayuda de la gracia, depende siempre de mi voluntad pensar en él; y esto es la oración ordinaria. Pero se comprende que, si quiero entrar realmente en comunicación con él, esta voluntad no basta. Hay un obstáculo que se ha de quitar, y sólo la mano divina lo puede hacer». Y a renglón seguido añade atinadamente:

 «Si no se puede producir a voluntad el estado místico, al menos se puede uno disponer. Y esto por la práctica de las virtudes y también por una vida de recogimiento interior y exterior.

A veces es uno sorprendido por la unión mística leyendo algún libro piadoso u oyendo hablar de Dios. En este caso, la lectura o la conversación no son la causa, sino la ocasión de la gracia recibida. Esta gracia tiene por única causa a Dios; pero Dios tiene en cuenta la disposición en que nos encontramos. De aquí se siguen varias consecuencias:

a) Nadie puede ponerse a contemplar cuando le plazca. No basta que uno quiera; es menester que quiera también el Espíritu Santo.

b) El alma puede y debe disponerse para recibir esa acción del Espíritu Santo, y es cosa importantísima, como advierte Santa Teresa. Pero no siendo estas disposiciones la causa eficiente de la contemplación, a veces se recibe de improviso (sin ninguna preparación previa) y otras veces no se recibe por mucho que el alma se prepare para ello. 

c) Una vez recibida la divina moción, no se la puede intensificar a pesar de todos los esfuerzos del alma (que, por otra parte, no servirán sino de obstáculos a la acción divina). Nadie se hunde en Dios sino en la medida y grado en que Él lo quiere.

d) Nadie puede determinar con sus esfuerzos la especie de esa unión mística, o sea, el grado de oración mística a que corresponde. Depende enteramente de Dios, que no siempre sigue la clasificación o el orden señalado por Santa Teresa o los demás místicos experimentales. Dios hace en cada alma lo que quiere, cuando quiere y como quiere.

e) A veces, la experiencia mística comienza, se intensifica y va disminuyendo poco a poco hasta desaparecer del todo en aquella ocasión, y esto es lo más frecuente y ordinario. Pero otras veces aparece y desaparece bruscamente sin que el alma haya hecho absolutamente nada para provocarla o alejarla.

f) Ordinariamente no se puede interrumpir la experiencia mística por un simple querer interior de la voluntad (sobre todo si la experiencia es fuerte e intensa). Es preciso, para disminuirla o hacerla desaparecer, moverse, distraerse, entablar una conversación enteramente ajena a la experiencia, etc., y aun así no acaba de conseguirse del todo hasta que Dios quiere. De donde se sigue que un director espiritual que exija al alma dirigida que se desembeba de su oración mística para volver a la oración «ordinaria», además de cometer una torpísima imprudencia, le pide un imposible.

g) «Otra consecuencia de lo que precede es que en la unión mística se siente uno, con relación a ese favor, en una dependencia absoluta de la voluntad divina; depende de sólo Dios darla, aumentarla o retirarla. Nada hay más propio para inspirar sentimientos de humildad. Porque el alma ve claramente que desempeña un papel muy secundario: el del pobre que alarga la mano. En la oración ordinaria, al contrario, se siente tentada a atribuir a sus talentos la mayor parte del éxito. Esta dependencia continuamente sentida produce también un temor filial de Dios. Porque vemos cuan fácilmente puede castigar nuestras infidelidades, haciéndonos que lo perdamos todo instantáneamente

 5-En la contemplación, el alma es más pasiva que activa: Es una consecuencia de cuanto acabamos de decir. El alma no puede «ponerse a contemplar» cuando ella quiera, sino únicamente cuando quiera el Espíritu Santo y en la medida y grado que Él quiera. Es cierto que el alma, bajo la acción de los dones, reacciona vitalmente y coopera con todas sus

fuerzas a la influencia divina, pero se trata de una actividad recibida—por así decirlo—, efecto inmediato de la gracia operante.  Es el famoso patiens divina (Sufrimiento Divino); de Pseudo-Dionisio, que han experimentado todos los místicos. Por eso dice Santo Tomás:

 «El hombre espiritual no se inclina a obrar alguna cosa movido principalmente por su propia voluntad, sino por instinto del Espíritu Santo» (Rom. 8,14, 3.a). Y en otra parte: «En los dones del Espíritu Santo el alma humana no se conduce como motora, sino más bien como movida».

 6-El conocimiento experimental que se tiene de Dios durante la unión mística no es claro y distinto, sino obscuro y confuso:

 San Juan de la Cruz, explica amplia y maravillosamente este carácter de la contemplación en la Subida al Monte Carmelo y, sobre todo, en la Noche obscura. La razón teológica fundamental es porque la luz contemplativa de los dones recae sobre el acto substancial de la fe, iluminándole extrínseca y subjetivamente, como hemos explicado más arriba (pero no intrínseca y objetivamente, ya que de suyo la fe es de non visis (Lo nunca visto), y los misterios sobrenaturales continúan siendo misterios por mucho que se les ilumine en esta vida.

Sólo el lumen gloriae (la Luz de la Gloria); romperá los sellos del misterio y nos dará una contemplación clarísima y distinta de Dios y sus misterios, que no será otra que la visión beatífica. Pero en este mundo, mientras continúe la vida de fe, la visión contemplativa tiene que ser forzosamente obscura y confusa, no clara ni distinta.

En la vida mística pueden producirse, sin embargo, epifenómenos extraordinarios que aparecen al alma claros y distintos. Son ciertas gracias gratis dadas (como las visiones y revelaciones) que suponen nuevas especies.

 7-La contemplación infusa da al alma plena seguridad de que se encuentra bajo la acción de Dios.: Según las descripciones de los místicos experimentales, mientras dura el acto contemplativo, el alma no puede abrigar la menor duda de que se encuentra bajo la acción de Dios e íntimamente unida a Él. Pasada la oración, podrá dudarlo; pero mientras permanece en ella, la duda se le hace del todo imposible.

Es verdad que esta seguridad admite diferentes grados; en la oración de unión es tan firme y absoluta, que, si falta, afirma Santa Teresa que no es verdadera unión, pero comienza ya a tenerse en las primeras manifestaciones contemplativas.

La razón es muy sencilla. El alma tiene conciencia clarísima de que no ha producido ella misma aquella experiencia divina de que está gozando. Y el Espíritu Santo, que la está produciendo con sus dones, pone en ella una seguridad tan firme e inequívoca de que la tiene sometida a su acción, que, mientras la está gozando, el alma dudaría antes de la existencia del sol o de su propia existencia que de la realidad divina que está experimentando. Aquí es donde se cumple aquello de San Pablo:

 El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Rom. 8,16). Sin embargo, en las noches pasivas, esta seguridad de estar bajo la acción divina sufre un eclipse en el alma, por las razones que ya hemos explicado en su lugar correspondiente.

 La contemplación infusa lleva al alma la seguridad moral de estar en gracia de Dios. —Es una consecuencia natural y obligada de la característica anterior. Pero es menester entenderla rectamente para no quedar en lamentables extravíos. 

Es de fe; fué definido por el concilio de Trento:«Que sin una especial revelación de Dios nadie puede saber con certeza que pertenece al número de los predestinados, o que no puede volver a pecar, o que se convertirá de nuevo después del pecado, o que recibirá el gran don de la perseverancia final. Ni tampoco puede saber con certeza de fe—que no puede fallar—haber recibido la gracia de Dios (Denz. 802 823)».

 Ahora bien: esa seguridad grandísima que la contemplación infusa pone en el alma de que está bajo la acción amorosa de Dios, ¿equivale a una verdadera revelación divina? Moralmente hablando, nos parece que sí. Hacemos enteramente nuestras las siguientes palabras del Padre Poulain:

«Dado que se tenga la unión mística, ¿puede uno concluir que está en estado de gracia? Si se tuvieran simplemente revelaciones y visiones, la respuesta sería negativa. Porque la Sagrada Escritura refiere visiones que fueron enviadas a pecadores, como Balaam, Nabucodonosor y Baltasar. Pero aquí hablamos de la unión mística.  He aquí la respuesta:

Los que reciben esta unión sin revelación especial sobre su estado de gracia tienen simplemente la certeza moral de encontrarse en la amistad con Dios. Es una certeza muy superior a la que un cristiano ordinario puede sacar de sus disposiciones.

Es preciso, en la práctica de la dirección espiritual, tener muy en cuenta este carácter obscuro y misterioso de la contemplación infusa para no incurrir en lamentables confusiones. cuando el alma manifiesta que «siente una cosa muy grande que la lleva a Dios, pero que no sabe lo que es, ni la comprende, ni la sabe explicar», un director experimentado reconocerá en seguida una de las características más típicas de la experiencia mística, mientras que otro menos avisado puede pensar fácilmente que se trata de un alma extraviada y soñadora, a la que hay que obligar a caminar por los senderos «ordinarios» y a practicar otro tipo menos absurdo de oración. ¡Cuántas y cuan graves imprudencias se pueden cometer cuando se ignoran los verdaderos caminos de Dios! (Cf. Moradas quintas 1,11. 10 Cf. Denz. 805 825 826 833).

8-Disposiciones para la contemplación: Una gran pureza de corazón. —Hay una relación muy estrecha entre ella y la contemplación. El Señor en el Evangelio relaciona íntimamente ambas cosas cuando dice: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios». Sabido es que la contemplación es como un esbozo y anticipo imperfecto de la visión beatífica.

 «Esta pureza de corazón es fruto de la mortificación exterior e interior. Esta cuesta mucho indudablemente; es preciso no tener apego alguno al pecado, no perdonarnos nuestros defectos ni hacer las paces con ellos. Es preciso entrar por la puerta estrecha que conduce a la verdadera vida y se comprenden mejor que nunca aquellas palabras: «Muchos son los llamados y pocos los escogidos». Es necesario estar prontos a pasar por el fuego de los sufrimientos, porque la pureza del corazón debe crecer, con la contemplación, por las pruebas purificadoras que Dios no deja de enviar a los que desean humilde y ardientemente su divina intimidad.

 Dios es celoso, como dice Escritura, y quita las personas o las cosas a las cuales se apegaría el alma y la hace pasar por un crisol para despojarla de todas sus escorias. Cuando las inclinaciones desordenadas, las turbulencias de la sensualidad, del egoísmo, del amor propio, del orgullo intelectual y espiritual han desaparecido, el corazón purificado es como un límpido espejo donde se refleja la belleza de Dios. Pero ¿quién puede decir: ¿Yo no puedo tener el corazón puro?»

 9- Simplicidad de Espíritu. —La contemplación es una mirada sencilla y amorosa a Dios que se aviene mal con un espíritu complicado y multiforme. Esta simplicidad consiste, ante todo, en reducir todas las cosas a la unidad, viéndolas todas a través de Dios: los acontecimientos prósperos o adversos, los cargos y ocupaciones agradables o desagradables, las personas simpáticas o antipáticas con las que tenemos que convivir, etc., etc. Esto simplifica grandemente el espíritu, sosiega y tranquiliza el corazón y dispone al alma para el reposo y la paz de la contemplación. En un espíritu turbulento y agitado, apenas se concibe la posibilidad de la oración contemplativa.

 10- humildad De Corazón. —Todos los maestros de la vida espiritual están de acuerdo en que es ésta una de las condiciones más indispensables. «Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes», dice la Sagrada Escritura (1 Pe. 5,5). Y Santa Teresa, que tan maravillosamente conocía los caminos de Dios, advierte con mucho encarecimiento a sus monjas que «todo este edificio, como he dicho, es su cimiento humildad; y si no hay ésta muy de veras, aun por vuestro bien no querrá el Señor subirle muy alto, porque no dé todo en el suelo» (Séptimas moradas 4,8). Y un poco más abajo añade todavía:

«Por eso os aviso que ninguna fuerza pongáis si hallareis resistencia alguna; porque le enojaréis de manera que nunca os deje entrar en ellas. Es muy amigo de humildad. Con teneros por tales que no merecéis aún entrar en las terceras, le ganaréis más presto la voluntad para llegar a las quintas; y de tal manera le podéis servir desde allí, continuando a ir muchas veces a ellas, que os meta en la misma morada que tiene para sí, de donde no salgáis más» (Ibíd., párrafos finales, n.2).

«Esta humildad—escribe el P. Garrigou-Lagrange—dispone a la contemplación, porque ella canta ya la gloria de Dios. Si hay tan pocos contemplativos, dice la Imitación, es, sobre todo, porque hay pocas almas profundamente humildes.

 Para recibir la gracia de la contemplación es preciso generalmente haber hecho un acto profundo de verdadera humildad, un acto que haya tenido honda repercusión en toda la vida. Cuando un alma ha reconocido frecuentemente y prácticamente que toda su existencia depende absolutamente de Dios, que no subsiste más que por El, que ella no practica el bien sino por su gracia, que produce en nosotros el querer y el obrar; que no se dirige bien más que por su luz, que no ha hecho por sí misma otra cosa que pecar a cada momento, que es una sierva inútil y .despreciable, entonces llega generalmente a recibir la gracia de que estamos hablando.

 11- recogimiento Profundo :Es imposible que la contemplación se produzca en un alma derramada al exterior. Una vida agitada, llena de ocupaciones absorbentes, que llegan casi al surmenage (en francés Trabajo Excesivo): ese «materialismo en acción, que, después de haberse alejado de Dios y de la verdadera vida de espíritu, busca su equivalente en el orden de las cosas materiales multiplicándolas lo más posible y haciendo que la actividad sea siempre más intensa». (P. Garrigou),

Es un obstáculo casi insuperable para el reposo quieto y pacífico de la contemplación. Es cierto que, si esas ocupaciones son del todo necesarias o impuestas por la obediencia, Dios no puede castigar el cumplimiento del deber; pero con frecuencia nos sobrecargamos voluntariamente de ocupaciones innecesarias, cuando no inútiles del todo, y esto representa una lamentable equivocación; dejamos el oro por el oropel, la unión con Dios por el servicio de las criaturas, nuestros grandes intereses eternos por la satisfacción de nuestros gustos y caprichos del momento. «Procure dar de mano—advierte Santa Teresa—a las cosas y negocios no necesarios, cada uno conforme a su estado. Que es cosa que le importa tanto para llegar a la morada principal, que, si no comienza a hacer esto, lo tengo por imposible».(Moradas primeras 2,14).

 

+++ Bendiciones.